miércoles, 30 de marzo de 2011

¿Qué tiene que ver Auschwitz con Bengasi? Por Moisés Naím

¿Qué hubiese pasado si en la II Guerra Mundial los aliados hubiesen bombardeado las cámaras de gas o las líneas de ferrocarril que llevaron a millones de inocentes a la muerte en Auschwitz y otros campos de exterminio? No se podía. No sabíamos. Hubiésemos distraído recursos de otros frentes. No era una prioridad estratégica. Estas son algunas de las respuestas que se le han dado a esta difícil pregunta. En Auschwitz fueron asesinados más de un millón de hombres, mujeres y niños.

En Bengasi pudo haber pasado algo parecido. Claro que las magnitudes y circunstancias son muy diferentes. En Bengasi viven 700.000 personas y, de haber entrado las tropas leales a Muamar el Gadafi a cumplir la misión que les encomendó -"eliminar a las ratas grasientas"- seguramente no hubiesen asesinado a toda la población de esa ciudad. Pero el dilema es el mismo. ¿Deben otros países intervenir militarmente en una nación para impedir el exterminio de miles de inocentes? No lo hicieron en Ruanda, donde 800.000 civiles fueron masacrados en 1994, ni tampoco en Srebrenica, donde las fuerzas armadas serbias asesinaron en 1995 a 8.000 hombres y adolescentes bosnios.

Estos conocidos episodios son relevantes para el debate sobre la intervención extranjera en Libia. A Barack Obama se le está criticando ferozmente tanto por haber intervenido como por haber tardado en hacerlo. Por haberse integrado en una coalición internacional, en vez de haber actuado unilateralmente. Por haber permitido que, en la etapa inicial de los bombardeos, los aviones y misiles norteamericanos tuviesen el protagonismo. Por haber intervenido sin saber quiénes son los rebeldes libios y cuáles sus motivaciones y alianzas. Por carecer de planes para una Libia pos-Gadafi. Por la hipocresía de actuar en Libia y no en Bahréin (donde EE UU tiene una importante base naval). Pero la crítica más fundamental a Obama es que la situación en Libia no afecta a los intereses vitales de Washington y, por tanto, es inaceptable gastar dinero y arriesgar vidas estadounidenses en ese conflicto. Ni siquiera el petróleo lo justifica, dicen los críticos. Libia extrae solo el 2% del total mundial, y Gadafi tenía excelentes relaciones con las petroleras extranjeras. ¿Y cómo termina esto? ¿Actuará EE UU, de aquí en adelante, como el gendarme mundial que interviene militarmente cada vez que un dictador masacra a su pueblo? ¿Lo haría en China, si hay una revuelta y el Gobierno la reprime como lo hizo Gadafi? ¿En Rusia o Venezuela?

Detrás de estas críticas hay tres suposiciones básicas: la primera es que un jefe de Estado solo debe actuar cuando dispone de información completa y confiable. La segunda es que la consistencia y los criterios universalmente aplicables son posibles (y deseables) en las relaciones internacionales. Y la tercera es que los criterios morales no pueden tener mayor peso en el brutal mundo de las relaciones de poder entre países. Las tres suposiciones son erradas.

Las decisiones importantes que se toman con una información completa y totalmente confiable son excepcionales. La norma es que los jefes de Estado actúen casi siempre sin tener todos los elementos, ya que el coste de esperar a tener información completa puede ser demasiado alto. Por otro lado, la consistencia en todas las actuaciones no es posible y, con frecuencia, es poco deseable. Por ejemplo: Estados Unidos hostiga a la Junta Militar de Myanmar por sus violaciones a los derechos humanos, pero recibe con honores a los mandatarios chinos. El doble rasero es obvio. ¿Preferimos entonces que, para evitar esta contradicción, Washington deje de presionar a los carniceros de Myanmar? ¿O que se agrave el conflicto con China? Todos los países que interactúan ampliamente con el resto del mundo se enfrentan a dilemas que no pueden ser resueltos tratando de ser totalmente consistentes.

Finalmente, está el peso que se le da a la decencia en la definición del interés nacional. Exigir que la moral sea la guía única en la conducta internacional de los Estados es ingenuo. Los intereses económicos, militares y geopolíticos siempre van a primar. Pero tenerlos como único factor y olvidarse de lo que nos define como seres humanos es inaceptable. Defender principios humanitarios fundamentales también debe ser parte del interés nacional de todo país decente. Afortunadamente para los libios, en este caso prevaleció la decencia. Y no importa que lo que venga después de Gadafi también sea indecente. Es un riesgo que vale la pena correr.




Fuente: El País.com
Autor: Moisés Naím. Venezolano, ex ministro de Industria y Comercio de Venezuela entre 1989 y 1990 y antiguo director ejecutivo del Banco Mundial. Director en jefe de la edición norteamericana de Foreign Policy y columnista de El País, Financial Times, Newsweek, Corriere della Sera, L'Espresso, TIME, Le Monde, Berliner Zeitung entre otras publicaciones.
Fotografía: Dragan / Cartoon o viñeta



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viernes, 18 de marzo de 2011

Cuando la verdad es descortés. Por Andrés Sánchez Braun

Los políticos japoneses se aferran al uso social del 'tatemae' para ocultar información a sus ciudadanos
El Gobierno japonés ha insistido estos días en que tiene todo bajo control, pero las sucesivas explosiones y fugas en las centrales y la posición de distintos organismos y gobiernos que aseguran que la situación es más grave, hacen que hoy casi todos duden de la transparencia informativa de la administración nipona y de su capacidad para manejar esta crisis. Aunque algunos expertos señalen que pocos gobiernos serían capaces de actuar con total transparencia en una situación semejante, para así no desatar el pánico, los precedentes de la administración nipona hacen pensar en que la gravedad de la situación se podría haber ocultado.

El estadounidense Alex Kerr explica a la perfección en su libro Dogs and Demons: Tales from the Dark Side of Japan cómo la actitud de los nipones ante la información difiere de la de los occidentales. Decir la verdad en muchos contextos resulta descortés, y los propios nipones aprenden y desarrollan desde pequeños su tatemae 1 (pensamientos que se expresan en público y que no deben ofender a los demás) y honne 1 (lo que se piensa de verdad, y que solo se emplea con gente muy cercana). Un ejemplo claro de uso del tatemae es que un "lo pensaremos..." en el ámbito de los negocios nipones significa en realidad "No insista, no nos interesa".

Un caso concreto que el estadounidense desvela en su libro es que en los noventa el gobierno de la prefectura de Fukui no vaciló a la hora de borrar la central nuclear de Mihama, que se alza junto a la playa de Suishohama, de una foto promocional turística. En occidente se habría tildado como un fraude, pero en este caso los funcionarios explicaron que la belleza de la playa se apreciaba mejor sin elementos que distorsionaran su hermosura.

El problema, como dice Kerr, es que en Japón el tatemae se ha empleado gustosamente en el último siglo y medio para proteger a las élites políticas y empresariales y mantener en la inopia al pueblo japonés, que en estos días se está mostrando, como siempre, intachable en cuanto estoicidad y civismo.

Entre los años treinta y sesenta la administración permitió y encubrió los vertidos masivos de metilmercurio de la compañía química Chisso en la bahía de Minamata. Estos acabaron matando a más de 1.500 personas y causaron daños neurológicos irreversibles a más de 500.

En años recientes, la supresión de los crímenes cometidos por el ejército imperial en la Segunda Guerra Mundial de los libros de texto por parte del Partido Liberal Demócrata supone otra muestra del gusto por maquillar los acontecimientos. Las empresas que gestionan centrales nucleares también han seguido este patrón en las últimas décadas; Tepco, Hokuriku Electric o Chugoku Electric Power han facilitado cientos de informes técnicos falsos y han ocultado deliberadamente accidentes y situaciones de emergencia en las plantas.

El que aún existan los llamados clubes de prensa -círculos de periodistas y políticos donde prima el amiguismo y se restringe el acceso a informaciones oficiales a terceros, incluidos medios extranjeros- y de que los tres grandes periódicos publiquen a diario prácticamente las mismas noticias, muchas provenientes de estos clubes, hacen dudar del todo el entramado político e informativo nipón y certifican las conclusiones de Kerr: "Los hechos sobre gran parte de la vida política, social y financiera de Japón se esconden tan bien que la verdad es casi imposible de conocer".




Fuente: ElPais.com
Autor: Andrés Sánchez Braun, analista del diario El País de España.
Referencias: 1. Más sobre "Tatemae and Honne" (en ingles): wikipedia / wordiQ
Fotografía: Jon Berkeley para portada The Economist (detalle) / 19 marzo 2011


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viernes, 11 de marzo de 2011

La conexión El Cairo-Wisconsin. Por Noam Chomsky

El 20 de febrero, Kamal Abbas, líder sindical egipcio y figura prominente del Movimiento 25 de Enero, envió un mensaje a los “trabajadores de Wisconsin”: “Estamos con ustedes, así como ustedes estuvieron con nosotros”.

Los trabajadores egipcios han luchado mucho tiempo por los derechos fundamentales que les denegaba el régimen de Hosni Mubarak respaldado por EEUU. Kamal tiene razón en invocar la solidaridad, que ha sido durante mucho tiempo la fuerza orientadora del movimiento de los trabajadores en el mundo, y en equiparar sus luchas por los derechos laborales y por la democracia.

Las dos están estrechamente interrelacionadas. Los movimientos de trabajadores han estado en la vanguardia de la protección de la democracia y los derechos humanos y en la expansión de sus dominios, razón elemental que explica por qué son venenosos para los sistemas de poder, sean públicos o privados.

Las trayectorias de los movimientos en Egipto y EEUU están tomando direcciones opuestas: hacia la conquista de derechos, en Egipto, y hacia la defensa de derechos existentes, pero sometidos a duros ataques, en EEUU.

Los dos casos merecen una mirada más cercana.

La sublevación del 25 de enero fue encendida por los jóvenes usuarios de Facebook del Movimiento 6 de Abril, que se levantaron en Egipto en la primavera de 2008 en “solidaridad con los trabajadores textiles en huelga en Mahalla”, según señala el analista laboral Nada Matta. El Estado reventó la huelga y las acciones de solidaridad, pero Mahalla quedó como “un símbolo de revuelta y desafío al régimen”, añade Matta. La huelga se volvió particularmente amenazante para la dictadura cuando las demandas de los trabajadores se extendieron más allá de sus preocupaciones locales y reclamaron un salario mínimo para todos los egipcios.

Las observaciones de Matta son confirmadas por Joel Beinin, una autoridad estadounidense en materia laboral egipcia. Durante muchos años de lucha, informa Beinin, los trabajadores han establecido nexos y se pueden movilizar con presteza.

Cuando los trabajadores se sumaron al Movimiento 25 de Enero, el impacto fue decisivo y el comando militar se deshizo de Mubarak. Fue una gran victoria para el movimiento por la democracia egipcia, aunque permanecen muchas barreras, internas y externas.

Las barreras internas son claras. EEUU y sus aliados no pueden tolerar fácilmente democracias que funcionen en el mundo árabe.

Las encuestas de opinión pública en Egipto y a lo largo y ancho de Oriente Próximo son elocuentes: por aplastantes mayorías, la gente considera a EEUU e Israel, y no a Irán, las mayores amenazas. Más aún, la mayoría piensa que la región estaría mejor si Irán tuviese armas nucleares.

Podemos anticipar que Washington mantendrá su política tradicional, bien confirmada por los expertos: la democracia es tolerable sólo si se ajusta a objetivos estratégico-económicos. La fábula del “anhelo por la democracia” de EEUU está reservada para ideólogos y propaganda.

La democracia en EEUU ha tomado una dirección diferente. Después de la II Guerra Mundial, el país disfrutó de un crecimiento sin precedentes, ampliamente igualitario y acompañado de una legislación que beneficiaba a la mayoría de la gente. La tendencia continuó durante los años de Richard Nixon, hasta que llegó la era liberal.

La reacción contra el impacto democratizador del activismo de los sesenta y la traición de clase de Nixon no tardó en llegar mediante un gran incremento en las prácticas lobistas para diseñar las leyes, el establecimiento de think-tanks de derechas para capturar el espectro ideológico, y otros muchos medios.

La economía también cambió de curso hacia la financiarización y la exportación de la producción. La desigualdad se disparó, primordialmente por la creciente riqueza del 1% de la población, o incluso una fracción menor, limitada fundamentalmente a presidentes de corporaciones, gestores de fondos de alto riesgo, etc.

Para la mayoría, los ingresos reales se estancaron. Volvieron los horarios laborales más amplios, la deuda, la inflación. Vino entonces la burbuja inmobiliaria de ocho billones de dólares, que la Reserva Federal y casi todos los economistas, embebidos en los dogmas de los mercados eficientes, no lograron prever. Cuando la burbuja estalló, la economía se colapsó a niveles cercanos a los de la Depresión para los trabajadores de la industria y muchos otros.

La concentración del ingreso confiere poder político, que a su vez deriva en leyes que refuerzan más aún el privilegio de los superricos: políticas tributarias, normas de gobernanza corporativa y mucho más. Junto a este círculo vicioso, los costes de campañas electorales han aumentado drásticamente, llevando a los dos partidos mayoritarios a nutrirse en el sector de las corporaciones: los republicanos de manera natural y los demócratas (ahora muy equivalentes a los republicanos moderados de años anteriores) siguiéndoles no muy atrás.

En 1978, mientras este proceso se desarrollaba, el entonces presidente de los Trabajadores Autónomos Unidos (United Auto Workers), Doug Fraser, condenó a los líderes empresariales por haber “elegido sumarse a una guerra unilateral de clases en este país: una guerra contra el pueblo trabajador, los pobres, las minorías, los muy jóvenes y muy viejos, e incluso muchos de la clase media de nuestra sociedad”, y haber “roto y deshecho el frágil pacto no escrito que existió previamente durante un periodo de crecimiento y progreso”.

Cuando los trabajadores ganaron derechos básicos en los años treinta, dirigentes empresariales advirtieron sobre “el peligro que afrontaban los industriales por el creciente poder político de las masas”, y reclamaron medidas urgentes para conjurar la amenaza, de acuerdo con el académico Alex Carey en Taking the risk out of democracy. Esos hombres de negocios entendían, al igual que lo hizo Mubarak, que los sindicatos constituyen una fuerza directriz en el avance de los derechos y la democracia. En EEUU, los sindicatos son el contrapoder primario a la tiranía corporativa.

De momento, los sindicatos del sector privado de EEUU han sido severamente debilitados. Los sindicatos del sector público se encuentran últimamente sometidos a un ataque implacable desde la oposición de derechas, que explota cínicamente la crisis económica causada básicamente por la industria financiera y sus aliados en el Gobierno.

La ira popular debe ser desviada de los agentes de la crisis financiera, que se están beneficiando de ella; por ejemplo, Goldman Sachs, que está “en vías de pagar 17.500 millones de dólares en compensación por el ejercicio pasado”, según informa la prensa económica. El presidente de la compañía, Lloyd Blankfein, recibirá un bonus de 12,6 millones de dólares mientras su sueldo se triplica hasta los dos millones.

En su lugar, la propaganda debe demonizar a los profesores y otros empleados públicos por sus grandes salarios y exorbitantes pensiones, todo ello un montaje que sigue un modelo que ya resulta demasiado familiar. Para el gobernador de Wisconsin, Scott Walker, para la mayoría de los republicanos y muchos demócratas, el eslogan es que la austeridad debe ser compartida (con algunas excepciones notables).

La propaganda ha sido bastante eficaz. Walker puede contar con al menos una amplia minoría para apoyar su enorme esfuerzo para destruir los sindicatos. La invocación del déficit como excusa es pura farsa.

En sentidos diferentes, el destino de la democracia está en juego en Madison, Wisconsin, no menos de lo que está en la plaza Tahrir.





Fuente: Contracorriente / Publico.es
Autor: Noam Chomsky (Filadelfia, Estados Unidos,1928-) es un lingüista, filósofo y activista estadounidense. Es profesor emérito de Lingüística en el MIT y una de las figuras más destacadas de la lingüística del siglo XX, gracias a sus trabajos en teoría lingüística y ciencia cognitiva. A lo largo de su vida, ha ganado popularidad también por su activismo político, caracterizado por una visión fuertemente crítica de las sociedades capitalistas y socialistas, habiéndose definido políticamente a sí mismo como un anarquista o socialista libertario.
Fotografía: Durante las revueltas en Egipto, protestante exibe cartel de apoyo a los obreros de Wisconsin. Diciendo, "Egipto apoya Wisconsin. Un mundo. Un dolor" (Egypt supports Wisconsin. One World. One Pain).


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lunes, 7 de marzo de 2011

Maquiavelo y el Pueblo Elegido. Por José Álvarez Junco

Quien llega a primera potencia mundial, como EE UU ahora o hace 500 años los Reyes Católicos, ha hecho méritos. Pero yerra si cree que tiene una especial relación con Dios o una "superioridad natural"

El reverendo Fred Phelps, líder de la Iglesia Baptista de Westboro, Kansas, ha colgado en YouTube un vídeo en el que bendice el acto del pistolero que ha intentado matar a la congresista Gabrielle Giffords en Arizona. Esta representante se merecía su suerte, explica el predicador, porque había apoyado las leyes que permiten el aborto y las bodas gais, pecados que tienen irritado a Dios con Estados Unidos. Phelps era ya conocido por su irrupción en los funerales de los soldados muertos en las guerras de Irak y Afganistán, donde repite su tesis del enfado divino con el pueblo norteamericano.

Este predicador es un caso extremo de locura y odio. Pero su idea del destino providencial de la nación americana es bastante más común de lo que se cree fuera de aquel país. Según ella, los americanos son los continuadores del Pueblo Elegido, y por eso reciben una recompensa superior a las de otros si siguen los mandatos divinos (el dominio del mundo, nada menos) y sufren mayores castigos que los demás si los desobedecen.

La tesis no es nueva. Hace 500 años finalizaba en España el reinado de los Reyes Católicos, con un balance espectacular. Habían unido las coronas de Castilla y Aragón, conquistado Granada y dado fin al dominio musulmán sobre la Península, descubierto unos territorios inmensos al otro lado del océano, derrotado a la invencible caballería francesa en Italia y tomado diversas plazas en el norte de África. Francesco Guicciardini, gran observador político, decía que estos sucesos habían alterado el orden europeo de los siglos anteriores. Lo mismo hacía Maquiavelo, que por aquellos años intentaba ofrecer una explicación moderna de esos y otros cambios políticos a partir de factores como la fortuna, la virtù y la necesita; por lo que le acusaban de inmoral. Pero los pensadores peninsulares, deslumbrados por los recientes triunfos, seguían anclados en el providencialismo medieval. Dios era el agente de la historia; no había fortuna, en el sentido de azar o casualidad, como no había virtù, en el de habilidad política, porque hasta el menor acontecimiento era producto de la voluntad divina, aunque sus razones fueran con frecuencia inaccesibles a la mente humana. Los éxitos de los reyes solo podían deberse a la protección providencial, por su decidida defensa de la verdadera fe. Como explicó al rey Fernando el doctor Palacios Rubios, hablando de la conquista de Navarra: "por razones solo a Él reservadas, ha decretado Dios quitar su reino a los reyes de Navarra y otorgarlo a Vuestra Majestad. Porque es Dios quien transfiere los reinos de gente en gente, como dice la Sagrada Escritura".

El providencialismo llevaba, lógicamente, al profetismo. Si lo ocurrido en el pasado había sido producto de la voluntad divina, era fácil adivinar por dónde avanzaría el futuro. Tanto Alonso de Cartagena como Sánchez de Arévalo dedujeron de la protección providencial sobre la monarquía castellano-aragonesa que la grandiosa misión a la que estaba destinada aún no había concluido. En el horizonte se veía, para empezar, la absorción de Portugal. Diego de Valera decía al rey Fernando que "es profetizado de muchos siglos acá que habréis la monarquía de todas las Españas".

La manifestación del favor divino sobre los monarcas hispánicos significaba, como poco, que había comenzado una nueva era histórica, que había nacido un nuevo imperio, comparable al persa o al romano. Pero muchos creían que se estaba instalando la monarquía universal, destinada a conquistar Jerusalén y entregar la corona terrenal a un Cristo esplendoroso que descendería sobre el Monte de los Olivos, con lo que terminaría la historia humana. Los imperios, observaron estos profetas con una lógica aparentemente impecable, se movían de Levante a Poniente, de acuerdo con el curso del sol: nacidos en Asiria y Persia, y encarnados sucesivamente en Grecia y Roma, culminaban ahora en España, un Finis Terrae que sería también el Finis Historiae.

Un siglo y pico más tarde, al comenzar el reinado de Felipe IV, aquel optimismo había flaqueado mucho. Fernando e Isabel no habían sido sucedidos por su hijo, el príncipe don Juan, que murió joven -quién sabe si por designio divino o golpe de la ciega fortuna-, sino por los Habsburgo, que habían construido, a partir de sus éxitos, un poderosísimo imperio. Pero, quizás porque se habían tomado en serio su destino de dueños del mundo, se habían embarcado en tantas empresas que estaban desbordados. A la altura de 1620-30, la monarquía española estaba en guerra con más de media Europa. En lugar de prolongar la tregua firmada por Felipe III con los holandeses, su sucesor optó por reanudar las actividades bélicas; y los rebeldes no solo dominaban el norte de Flandes, sino que habían ocupado territorios en Brasil, lo que irritaba a los portugueses, que veían su imperio mal protegido por sus nuevos dueños, los Habsburgo españoles. Felipe IV participaba también en la Guerra de los Treinta Años, en apoyo de sus primos austriacos frente a los belicosos luteranos daneses y suecos. A favor de estos acabaría por entrar igualmente Francia, pese a estar regida por el católico cardenal Richelieu. Hasta por la sucesión del ducado de Mantua se metió Olivares en una guerra absurda, que perdió.

Pese a que la monarquía recibía de América unas remesas de plata que le permitían mantener unos ejércitos muy superiores a los de cualquiera de sus rivales europeos, los recursos no daban para cubrir tantos frentes. La flota de Tierra Firme, además, se fue a pique en 1621 con grandes mermas para el tesoro real; al año siguiente sufrió pérdidas la de Nueva España; y el desastre fue completo en 1628, cuando todo el convoy mexicano fue capturado por el holandés Piet Heyn. Subir los impuestos sobre Castilla, principal proveedor de hombres y recursos para los tercios, era ya imposible, porque la voracidad del fisco real había arruinado y despoblado este reino desde hacía tiempo. El conde-duque decidió entonces presionar a portugueses y catalanes, que se aferraban comprensiblemente a sus privilegios para evitar que se repitiera allí el desastre castellano, y provocó las dos rebeliones de 1640, que acabaron en largas guerras internas y la independencia de Portugal.

En uno de los momentos de aquel catastrófico proceso, los consejeros del rey idearon convocar una Junta de Reformación para estudiar cómo resolver la situación. Y, tras mucha cavilación, se aprobó un plan que mezclaba medidas económicas, destinadas a incrementar la recaudación, con otras contra el lujo en la vestimenta y el consumo suntuario en la corte, que tenían un contenido más moral que económico; uno de los artículos, muy significativo, disponía, sin más, el cierre de burdeles. Como el propio Felipe IV confesó, había comprendido que Dios estaba enfadado con él, y con su pueblo, por sus pecados. La mejor manera de enfrentarse con los fracasos militares y las penurias económicas era, por eso, aplacarle purificando las costumbres del reino.

No hay que exagerar el paralelismo. El reverendo Phelps no es Felipe IV, ni por su poder ni por la representatividad de su discurso. Pero hay algo común en sus lógicas. Quien llega a primera potencia del mundo ha hecho, sin duda, muchos méritos. El error está en creerse que tiene una especial relación con la divinidad o una "superioridad natural" sobre los otros. Porque, a la hora de los fracasos, cuando alguna operación, por ejemplo militar, salga mal, no tendrá manera de explicarlo, salvo que piense que ha disgustado de algún modo a la Divina Providencia. Y la solución no será rectificar su política, mejorar sus técnicas militares o abandonar alguna empresa por su excesivo riesgo o coste, sino, por ejemplo, cerrar prostíbulos, como hizo Felipe IV; o castigar con dureza la homosexualidad, como propone Phelps.

Los discursos elaborados para consumo interno, a la mañana siguiente del triunfo, en plena euforia autocomplaciente, no deben tomarse en serio. Porque lleva a obcecarse en empresas imposibles y ruinosas. Más razonable sería estudiar situaciones precedentes que pudieran enseñar algo sobre la actual y aplicarse la lección. Un adulto debería ser capaz de prescindir de la idea de excepcionalidad, reconocer que su caso no es único, compararse con otros y pensar en términos terrenales, prácticos, de simple eficacia. Es lo que proponía Maquiavelo.



Fuente: ElPais.com
Autor: José Álvarez Junco es catedrático de Historia en la Universidad Complutense de Madrid. Entre 1992 y 2000 ocupó la cátedra Príncipe de Asturias de la Universidad Tufts (Boston), y dirigió el seminario de Estudios Ibéricos del Centro de Estudios Europeos de la Universidad de Harvard. Fue también director del Centro de Estudios Políticos y Constitucionales hasta mayo de 2008 y por virtud de ese cargo, Consejero de Estado. En 2002 recibió el Premio Nacional de Ensayo que concede el Ministerio de Cultura de España.
Fotografía: Detalle de un billete de dolar. "In God we trust" o "En Dios confiamos"

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