lunes, 17 de enero de 2011

¿Tiene salvación Europa? Por Paul Krugman

Su fracaso sería una tragedia para el mundo que toma como modelo de conducta al Viejo ContinenteHay algo especialmente apropiado en el hecho de que la actual crisis europea empezase en Grecia. Porque los males de Europa tienen todo el aspecto de una tragedia griega clásica, en la que un hombre de carácter noble encuentra su perdición por el defecto fatal del orgullo desmedido

Hace no mucho, los europeos podían, de manera bastante justificada, afirmar que la actual crisis económica estaba demostrando realmente las ventajas de su modelo económico y social. En gran parte de Europa, las normas que regían el despido de los trabajadores ayudaban a limitar la pérdida de empleos, mientras que los sólidos programas de bienestar social garantizaban que incluso los parados mantuviesen su asistencia sanitaria y recibiesen unos ingresos básicos. Puede que el producto interior bruto de Europa estuviera cayendo tanto como el de Estados Unidos, pero los europeos no estaban sufriendo ni de lejos el mismo grado de miseria. Y la verdad es que siguen sin sufrirlo.

Sin embargo, Europa padece una crisis profunda; porque el logro del que está más orgullosa, la moneda única adoptada por la mayoría de los países europeos, está ahora en peligro. Lo que es más, cada vez se parece más a una trampa. Irlanda, aclamado como el Tigre celta no hace mucho tiempo, ahora está luchando para evitar la quiebra. España, una economía en auge hasta hace pocos años, ahora tiene un 20% de desempleo y se enfrenta a la perspectiva de años de deflación dolorosa y agotadora.

Se suponía que la creación del euro era el momento más sublime de una grandiosa y noble empresa: el esfuerzo realizado durante generaciones para traer la paz, la democracia y la prosperidad compartida a un continente antes y a menudo desgarrado por la guerra. Pero los arquitectos del euro, atrapados por la magnitud y el romanticismo de su proyecto, decidieron ignorar las dificultades mundanas con las que una moneda compartida previsiblemente se encontraría.

La consecuencia es una tragedia no solo para Europa sino también para el mundo, para el que Europa es un modelo de conducta crucial. ¿Cómo ha ocurrido esto?


El camino hacia el euro

Todo empezó con el carbón y el acero. El 9 de mayo de 1950 -una fecha cuyo aniversario se celebra ahora como el Día de Europa-, Robert Schuman, el ministro de Asuntos Exteriores francés, propuso que su país y Alemania Occidental aunaran sus producciones de carbón y acero. Fue el primer paso en el camino hacia una "federación de Europa" que, en última instancia, se convertiría en una unión aduanera dentro de la cual se comerciaba libremente con todos los bienes. Luego, a medida que la democracia se extendió por Europa, también lo hicieron las instituciones económicas unificadoras europeas.

En los años ochenta y noventa, Europa se puso manos a la obra para eliminar muchos de los obstáculos que aún impedían la plena integración económica. Las fronteras se abrieron; se garantizó la libre circulación de las personas; y las normas sobre los productos, la seguridad y los alimentos se armonizaron. Se proclamó que la creación del euro era el siguiente paso lógico de este proceso.

Las ventajas de una moneda única europea eran evidentes. No más necesidad de cambiar dinero al llegar a otro país; no más incertidumbre por parte de los importadores sobre lo que un contrato terminaría costando realmente, ni por parte de los exportadores sobre lo que realmente valdría el pago prometido. Mientras tanto, la moneda compartida reforzaría la sensación de unidad europea.

Por otro lado, formar una unión monetaria significa sacrificar la flexibilidad. ¿Hasta qué punto es grave es esta pérdida? Eso depende. Fijémonos en lo que, en principio, parece una comparación extraña entre dos economías pequeñas con problemas.

Dejando a un lado el clima, el paisaje y la historia, la República de Irlanda y el Estado de Nevada tienen mucho en común. Ambas son economías pequeñas de unos pocos millones de personas enormemente dependientes de la venta de productos y servicios a sus vecinos. Ambas fueron economías en expansión durante la mayor parte de la década pasada. Ambas padecieron enormes burbujas inmobiliarias, que estallaron y causaron mucho dolor. Ambas padecen ahora un paro de alrededor del 14%. Y ambas son miembros de uniones monetarias más grandes: Irlanda forma parte de la zona euro y Nevada, de la zona dólar. Pero la situación de Nevada es mucho menos desesperada que la de Irlanda.

Es cierto que los presupuestos tanto de Irlanda como de Nevada han sufrido un duro golpe por culpa de la crisis. Pero gran parte del dinero que se gasta en los habitantes de Nevada proviene de programas federales, no estatales. En concreto, los jubilados no tienen que preocuparse porque la reducción de la recaudación de impuestos del Estado vaya a poner en peligro sus cheques de la Seguridad Social o su cobertura de Medicare. En Irlanda, por el contrario, tanto las pensiones como el gasto en sanidad están a punto de sufrir recortes.

Además, Nevada, a diferencia de Irlanda, no tiene que preocuparse por el coste de los rescates bancarios, no porque el Estado haya escapado a las grandes pérdidas de préstamos, sino porque esas pérdidas, en su mayoría, estarán cubiertas por Washington.

Y es probable que el problema del paro de Nevada se vea aliviado en gran medida durante los próximos años gracias a la emigración; de manera que, incluso si los puestos de trabajo no vuelven, habrá menos trabajadores en busca de los empleos que queden.

Europa, por otro lado, no está integrada fiscalmente: los contribuyentes alemanes no corren automáticamente con parte de los gastos de las pensiones griegas o los rescates bancarios irlandeses. Y aunque los europeos tienen el derecho legal de moverse libremente para buscar trabajo, en la práctica, una integración cultural imperfecta -sobre todo la falta de un idioma común- hace que los trabajadores tengan menos movilidad geográfica que sus homólogos estadounidenses.

Estados Unidos, como sabemos, tiene una unión monetaria que funciona, y sabemos por qué funciona: porque coincide con un país: un país con un Gobierno central grande, un idioma común y una cultura compartida. Europa no tiene ninguna de estas cosas, lo cual ha hecho que las perspectivas de una moneda única fueran inciertas desde el principio.


Euroforia, eurocrisis

El euro nació oficialmente el 1 de enero de 1999. Al principio, era una moneda virtual: las cuentas bancarias y las transferencias electrónicas se expresaban en euros, pero la gente seguía teniendo francos, marcos y liras en sus carteras. Tres años después, se llevó a cabo la transición final y el euro se convirtió en el dinero de Europa.

El mercado de eurobonos empezó a rivalizar pronto con el mercado de bonos en dólares; los pagarés en euros empezaron a circular por todo el mundo. Y la creación del euro infundió una nueva sensación de confianza, especialmente a aquellos países europeos que históricamente habían sido considerados riesgos de inversión. Hasta más tarde que resultó evidente que este aumento de la confianza era el cebo de una trampa peligrosa.

Grecia, con su larga historia de impagos de deudas y rachas de inflación elevada, era el ejemplo más llamativo. Hasta finales de los años noventa, la historia fiscal de Grecia quedaba reflejada en el rendimiento de sus bonos: los inversores solo compraban bonos emitidos por el Gobierno griego si estos ofrecían unos intereses mucho más altos que los bonos emitidos por gobiernos considerados apuestas seguras, como Alemania. Sin embargo, a medida que el estreno del euro se acercaba, la prima de riesgo de los bonos griegos se desvanecía. Después de todo, se razonaba, la deuda griega pronto sería inmune a los peligros de la inflación: el Banco Central Europeo procuraría que así fuese.

De hecho, a mediados de la década de 2000, casi todo el miedo a los males fiscales específicos de un país había desaparecido de la escena europea. A medida que los tipos de interés convergían en toda Europa, los que antes eran países con tipos de interés elevados se dejaron llevar, como era de prever, por el frenesí del préstamo. (Merece la pena señalar que este frenesí del préstamo estaba financiado por bancos de Alemania y de otros países con tipos de interés tradicionalmente bajos; esa es la razón por la que los actuales problemas de deuda de la periferia europea son también un gran problema para el sistema bancario europeo en su conjunto).


Y entonces, estalló la burbuja

Todavía se oye a la gente hablar de la crisis económica mundial de 2008 como si fuese algo fabricado en Estados Unidos. Pero Europa merece cargar con la misma responsabilidad. Nosotros teníamos nuestros prestatarios de alto riesgo, que decidieron firmar hipotecas demasiado elevadas para sus ingresos o fueron engañados para que lo hicieran; los europeos tenían sus economías periféricas que, de forma similar, tomaron prestado mucho más dinero del que realmente podían permitirse devolver.

En Grecia, la historia es sencilla: durante los años de los préstamos fáciles, el Gobierno conservador de Grecia asumió una gran deuda (más de la que reconocía). Cuando el Gobierno cambió de manos en 2009, las ficciones contables salieron a la luz; de repente, se descubrió que Grecia tenía un déficit mucho mayor y una deuda considerablemente superior de lo que todo el mundo pensaba. Los inversores, comprensiblemente, emprendieron la huida.

Pero Grecia es en realidad un caso poco representativo. Hace solo unos años, España, con diferencia la mayor de las economías en crisis, era un ciudadano europeo modélico, con un presupuesto equilibrado y una deuda pública aproximadamente la mitad de grande, expresada como porcentaje del PIB, que la de Alemania. Lo mismo se podía decir de Irlanda. ¿Qué fue lo que salió mal?

En primer lugar, se produjo un grave revés fiscal a causa de la crisis. Los ingresos se hundieron en España e Irlanda y, a medida que subió el paro, también lo hizo el coste de las prestaciones por desempleo. Como consecuencia, tanto España como Irlanda pasaron de superávits presupuestarios justo antes de la crisis a enormes déficits presupuestarios en 2009.

Luego estaban los costes de la limpieza financiera. Estos han sido especialmente agobiantes en Irlanda, donde los bancos se descontrolaron durante los años del boom. Cuando la burbuja estalló, se sospechó inmediatamente de la solvencia de los bancos irlandeses. En un intento por impedir un ataque masivo contra el sistema financiero, el Gobierno de Irlanda garantizó todas las deudas bancarias (lo que cargó al Gobierno con esas deudas e hizo que se cuestionase su solvencia). En comparación, los grandes bancos españoles estaban bien regulados, pero había y hay una gran inquietud respecto al estado de las cajas de ahorro más pequeñas, y preocupación sobre cuánto tendrá que gastar el Gobierno español para evitar que quiebren.

En el transcurso del último año más o menos, primero Grecia y luego Irlanda se vieron atrapadas en un círculo vicioso financiero: a medida que los posibles prestamistas perdían la confianza, los tipos de interés que tenían que pagar por la deuda aumentaban, lo que socavaba sus perspectivas futuras, lo cual conducía a una pérdida mayor de confianza y a tipos de interés aún más altos. Los países europeos más fuertes solo consiguieron evitar una implosión inmediata proporcionando a Grecia e Irlanda líneas de crédito de emergencia, lo que les permitió esquivar temporalmente los mercados privados. ¿Pero cómo se va a resolver todo esto?


Cuatro líneas argumentales europeas

Algunos economistas, entre ellos yo mismo, observamos los males de Europa y tenemos la sensación de que hemos visto esta película antes, hace una década en otro continente: concretamente en Argentina.

A diferencia de España o Grecia, Argentina nunca renunció a su moneda, pero en 1991 hizo la siguiente mejor cosa posible: vinculó rígidamente su moneda al dólar estadounidense, y creó una "caja de conversión" según la cual cada peso en circulación estaba respaldado por un dólar de las reservas. Durante gran parte de los años noventa, Argentina se vio recompensada con unos tipos de interés mucho más bajos y grandes entradas de capital extranjero.

Sin embargo, Argentina acabó cayendo en una persistente recesión y perdió la confianza de los inversores. Hacia principios de 2002, después de airadas manifestaciones y una retirada masiva de los bancos, todo se había ido al garete. El vínculo entre el peso y el dólar se rompió, mientras el valor del peso caía en picado; entretanto, Argentina dejó de pagar sus deudas y terminó pagando solo unos 35 céntimos por cada dólar.

Es difícil evitar la sospecha de que el futuro podría deparar algo similar a una o más de las economías problemáticas de Europa.

Tal como yo lo veo, hay cuatro modos en que la crisis europea podría remitir (y podría remitir de manera diferente en los distintos países):

- Resistir: cabe la posibilidad de que las economías europeas puedan tranquilizar a los acreedores mostrando la voluntad suficiente para soportar el dolor y evitar así el impago y la devaluación. Los modelos de conducta en este caso son los países bálticos, Estonia, Lituania y Letonia, que han estado dispuestos a soportar una austeridad fiscal muy dura mientras los salarios se reducen poco a poco con la esperanza de restaurar la competitividad (un proceso conocido como "devaluación interna").

Hasta cierto punto, los países bálticos han conseguido tranquilizar a los mercados, que ahora los consideran menos arriesgados que Irlanda, y no digamos que Grecia. Pero todos los indicios apuntan a que pasarán muchos años antes de que recuperen el terreno perdido.

- Reestructuración de la deuda: los inversores no esperan que Grecia e Irlanda paguen sus deudas por completo. Esperan alguna clase de reestructuración de la deuda, aunque ello no pondría fin de ningún modo al sufrimiento de las economías en dificultades. Fijémonos en Grecia: aun cuando el Gobierno se negase a reconocer toda su deuda, todavía tendría que recortar drásticamente el gasto y subir los impuestos para equilibrar su presupuesto, y todavía tendría que padecer el dolor de la deflación. Pero una reestructuración de la deuda podría terminar con el círculo vicioso de la caída de la confianza y la subida de los costes del interés, lo que convertiría la devaluación interna en una estrategia viable aunque atroz.

- La estrategia argentina completa: Argentina no solamente dejó de pagar su deuda externa; también abandonó su vínculo con el dólar, lo que permitió que el valor del peso cayese más de dos tercios. Y esta devaluación funcionó: a partir de 2003, Argentina experimentó una rápida recuperación económica impulsada por la exportación.

¿Seguirán el mismo camino uno o más de los países europeos con problemas? Para ello, tendrían que superar un gran obstáculo: el hecho de que ya no tienen sus propias monedas. Como señalaba Barry Eichengreen, de Berkeley, en un influyente análisis de 2007, cualquier país de la eurozona que insinuase siquiera que iba a abandonar la moneda, desencadenaría una devastadora retirada masiva de sus bancos, al apresurarse los depositantes a trasladar sus fondos a lugares más seguros. Y Eichengreen concluía diciendo que este obstáculo "procedimental" que impide la salida hacía que el euro fuera irreversible.

Pero también se suponía que la vinculación con el dólar de Argentina iba a ser irreversible, y lo que al final hizo posible la devaluación fue el hecho de que hubo una retirada masiva de los bancos a pesar de la insistencia del Gobierno en que un peso siempre valdría un dólar. Esta retirada obligó al Gobierno argentino a limitar el dinero que se podía sacar y, una vez que estos límites entraron en vigor, fue posible cambiar el valor del peso sin desencadenar una segunda retirada masiva. En Europa no ha pasado nada parecido (todavía). Pero sin duda es algo que está dentro de lo posible, especialmente a medida que el sufrimiento causado por la austeridad y la devaluación interna se prolongue.

- Europeísmo reavivado: a principios de diciembre, Jean-Claude Juncker, el primer ministro de Luxemburgo, y Giulio Tremonti, el ministro de Economía de Italia, desataron una tormenta con su propuesta de crear "eurobonos" que serían emitidos por un organismo de deuda europeo a instancias de los países europeos individuales. Como estos bonos estarían garantizados por la Unión Europea en conjunto, brindarían a las economías con problemas un modo de evitar los círculos viciosos del declive de la confianza y el aumento del coste de los préstamos. Por otra parte, esos bonos podrían exponer a unos Gobiernos a las deudas de otros (un inconveniente que los furiosos funcionarios alemanes se apresuraron a señalar). Los alemanes defienden con firmeza que Europa no debe convertirse en una "unión de transferencias" en la que los Gobiernos y los países más fuertes proporcionen ayuda sistemáticamente a los más débiles. Pero como demuestra la comparación entre Irlanda y Nevada, Estados Unidos funciona como una unión monetaria en gran parte precisamente porque también es una unión de transferencias, en la cual los Estados que no han quebrado ayudan a los que sí. Y resulta difícil vislumbrar un modo de que el euro funcione a menos que Europa encuentre la manera de lograr algo similar. Un fracaso del euro representaría un golpe posiblemente irreversible para las esperanzas de una verdadera federación europea. ¿Permitirán los países fuertes de Europa que eso suceda? ¿O asumirán la responsabilidad, y posiblemente el coste, de ser los guardianes de sus vecinos? El mundo entero espera la respuesta.




Fuente: ElPais.com
Autor: Paul Krugman (28 de febrero de 1953) es un economista, divulgador y periodista norteamericano, cercano a los planteamientos neokeynesianos. En 2008 fue galardonado con el Premio Nobel de Economía. Actualmente profesor de Economía y Asuntos Internacionales en la Universidad de Princeton. Desde 2000 escribe una columna en el periódico New York Times.
Traducción: News Clips


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viernes, 14 de enero de 2011

Dios es peligroso. Por Ulrich Beck

La tentación totalitaria es inherente al humanitarismo de la religión. Del universalismo de la religión nace la fraternidad entre clases sociales y naciones, pero también el odio. Dios puede civilizar a los hombres e igualmente convertirlos en bárbaros. Ahí van cuatro tesis para ilustrarlo.

Primera tesis: la religión instaura la fe como distintivo absoluto. A su lado, todas las desigualdades y diferencias sociales son moderadas y de poca importancia. El Nuevo Testamento dice: “Todos somos iguales ante Dios”. Esta igualdad, esta supresión de las fronteras que dividen a los hombres, a los grupos, a las sociedades y a las culturas es lo que sustenta socialmente las religiones cristianas. Sin embargo, la consecuencia de ello es que con la misma radicalidad con la que se suprimen las diferencias sociales y políticas, se establece una nueva distinción fundamental y una nueva jerarquía en el mundo: entre los creyentes y los no creyentes. Con ello, se priva generalmente a los no creyentes de la categoría de personas. Las religiones pueden construir puentes entre las personas allí donde existen jerarquías y fronteras, pero cavan a la vez nuevos abismos allí donde antes no existían.

El universalismo humanitario de las personas creyentes descansa en la identificación con Dios y en la satanización de quienes se oponen a él, que son los “siervos de Satán”, según Pablo y Lutero. La violencia religiosa tiene su origen en el universalismo de la igualdad entre los creyentes, que priva a los no creyentes o a los que tienen otras creencias, de aquello que se les promete a ellos: dignidad e igualdad.

Los dioses monoteístas y sus verdades eternas establecen categorías merecedoras de condena: “hereje”, “pagano”, “supersticioso”, “idólatra”, etcétera. El “mal”, a favor del cual están los “hijos de las tinieblas”, hace referencia a acciones y pensamientos que van más allá de lo imaginable, más allá de lo justificable, más allá de aquello que puede ser defendido. Esta preocupación se está extendiendo: la amenaza de una nueva era oscurantista es la otra cara del fracaso de la secularización. La historia del colonialismo es un ejemplo indiscutible de crímenes y atrocidades inimaginables cometidos y “legitimados” en nombre de la categoría del infiel para tratar de salvarle el alma.

Segunda tesis: la simple pregunta sobre qué es la religión ya tiene un sesgo eurocentrista. La religión es entendida como sustantivo. Se puede solamente creer en ella o no creer y si uno pertenece a una comunidad religiosa no puede formar parte de otra. En este sentido es razonable y necesario establecer una diferencia entre la “religión” y “lo religioso”, entre la religión como sustantivo y la religión como adjetivo. El sustantivo “religión” ordena el terreno religioso según la lógica del “esto o aquello”. En cambio, el adjetivo “religioso” lo hace según la lógica del “esto como aquello”. Ser religioso no descansa en la afiliación a un grupo u organización. Define más bien una orientación concreta respecto a cuestiones existenciales.

Con ello se plantea la siguiente pregunta: en principio, el dualismo del amor y del odio es válido para la “religión”, ¿pero lo es para lo “religioso”? Este dualismo monoteísta y portador de violencia, ¿no puede relativizarse, evitarse o ser desactivado mediante el sincretismo de la tolerancia?

El sujeto autónomo que crea su “propio” dios es la autoridad máxima de la fe renacida. Lo que esto pone de manifiesto no es precisamente el fin de la religión sino el resurgir de un desorden religioso de nuevo cuño y subjetivo que traspasa todas las fronteras religiosas, y que encaja cada vez menos en los andamios dogmáticos de las religiones institucionales. La unidad entre la religión y lo religioso se ha quebrado. En efecto, la religión y lo religioso han entrado en pugna.

En las sociedades occidentales, que han convertido en un principio la autonomía del individuo, las personas cada vez construyen con más independencia pequeños relatos de un “dios personal” que adaptan a la “propia” vida y a la “propia” experiencia. Pero este “dios personal” no es el dios monoteísta que ofrece la salvación mientras se apodera de la historia y consiente la intolerancia y la violencia. ¿Estamos viviendo una transformación del monoteísmo de la religión al politeísmo de lo religioso bajo el signo del “dios personal”?

En Japón podemos observar como esta tolerancia del sincretismo se extiende no sólo en el terreno oculto de la religiosidad difusa, sino que se practica con gran naturalidad en el ámbito de las formas institucionales. Las personas no tienen ningún problema en visitar un altar sintoísta en determinadas épocas del año, casarse según la ceremonia cristiana o ser enterrados por un monje budista. El sociólogo de la religión Peter L. Berger cita al filósofo japonés Nakamura, quien expresa perfectamente esta idea: “Occidente es responsable de dos errores fundamentales. Uno es el monoteísmo: sólo existe un Dios. Y el otro es el principio de contradicción de Aristóteles, según el cual algo no puede ser a la vez A y no A. Cualquier persona inteligente en Asia sabe que existen muchos dioses y que las cosas pueden ser a la vez A y no A”.

Tercera tesis: si las religiones siempre han ido superando fronteras territoriales y nacionales aparentemente infranqueables, y cavando nuevos abismos entre los creyentes y los no creyentes, ¿cuál es entonces la novedad? El acercamiento a nivel global que resulta del entramado de las tecnologías de la comunicación conduce a que las grandes religiones entren en contacto y se mezclen, pero también a un choque de universalismos, a disputas eternas sobre las verdades reveladas así como sobre los modos que tienen unos y otros de satanizar a los demás. El choque de universalismos significa lo siguiente: estar obligado a justificarse y a reflexionar tanto en la vida íntima como en los debates públicos, allí donde antes dominaba la absoluta certeza. Rechazar estas obligaciones básicas, esto es tratar de reinstaurar con todos los medios las verdades cuestionadas de la religión, es el cometido primordial de los movimientos fundamentalistas de todas las religiones del mundo. Aquí se perfila una nueva línea de conflicto tal vez de extraordinaria importancia para el futuro, a saber entre aquellas corrientes religiosas que otorgan un espacio a la duda y aquellas otras que, para defenderse de la duda, se escudan en la “pureza” ficticia de la fe.

En su lucha contra la “dictadura del relativismo”, el papa Benedicto XVI defiende la jerarquía católica de la verdad, que sigue una lógica parecida a la de un juego de cartas. La fe gana a la razón. La fe cristiana supera a las demás creencias (en concreto al islam). La fe católico romana es la sota de tréboles, que gana a las otras cartas de la fe cristiana. Y el Papa echa el triunfo más alto en el juego de la verdad de la ortodoxia católica.

Cuarta tesis: presuponiendo que sea falso el ideal de la secularización, según el cual más modernidad significa menos religión, cabe plantearse con renovada urgencia la pregunta sobre la convivencia civilizada entre las grandes religiones: ¿Será posible un modelo de tolerancia interreligiosa en el que el amor a unos no implique odio a otros? Eso es, un modelo de tolerancia cuya meta no sea la verdad sino la paz.

Mahatma Gandhi hizo de su experiencia vital una política transformadora de repercusiones mundiales. Se trata de ser capaz de ver el mundo, incluso el propio universo religioso, a través de los ojos del otro. Siendo joven, Ghandi fue a Inglaterra a estudiar Derecho. Este “rodeo” por un importante país del Occidente cristiano no lo alejó del hinduismo, sino que su comprensión y su adhesión al mismo se hicieron más profundos. Pues fue en Inglaterra, invitado por un amigo, donde Ghandi se inició en la lectura tan reveladora para él del Baghavad Gita, y en una traducción inglesa. Fue sólo más tarde cuando empezó a estudiar a fondo el texto hindú en sánscrito. Gracias a la mirada de su amigo occidental fue movido a descubrir la riqueza espiritual de la tradición hinduista.

Hoy es decisiva para la supervivencia de la humanidad la pregunta sobre si se puede sustituir la verdad por la paz.




Fuente: RedesCristianas.net / originalmente publicado 12 de enero de 2008 por El Pais (España)
Autor: Ulrich Beck (Alemania 1944-) Sociólogo, actualmente es profesor de la Universidad de Múnich y de la London School of Economics. Beck estudia aspectos como la modernización, los problemas ecológicos, la individualización y la globalización. En los últimos tiempos se ha embarcado también en la exploración de las condiciones cambiantes del trabajo en un mundo de creciente capitalismo global, de pérdida de poder de los sindicatos y de flexibilización de los procesos del trabajo, una teoría enraizada en el concepto de cosmopolitismo. Beck también ha contribuido con nuevos conceptos a la Sociología alemana, incluyendo la llamada "sociedad del riesgo" y la "segunda modernidad".
Traducción: Martí Sampons
Ilustración: viñeta de El Roto (Andrés Rábago García)



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domingo, 9 de enero de 2011

¿Donde está Bin Laden? Por Rafael Poch

Hace algunos años nos presentaron a un señor con barba y turbante. Se llamaba Osama Bin Laden y era el enemigo público número uno. ¿Donde está Bin?, ¿por qué no se habla de él? El último vídeo que nos pasaron de él, con fecha de 7 de septiembre de 2007, era una falsificación, opinan muchos observadores. Algunos dicen que el tipo del vídeo ya no era Bin; la nariz, la barba, nada se correspondía con el del anterior mensaje de 2004. Ni siquiera el movimiento de los labios con las palabras.1

Poco después, el 2 de Noviembre de 2007, el periodista David Frost entrevistó a la ex primer ministro pakistanií, Benazir Bhutto, en el canal en inglés de Al Yazira. El tema era el tremendo atentado que saludó el regreso de Bhutto a Pakistán tras años de exilio: aquella bomba que mató a un centenar de personas en Karachi al paso de su triunfal caravana. Hablando de sus sospechas sobre la autoría de aquel atentado del que salió ilesa, Bhutto mencionó, de pasada, a “un oficial de los servicios secretos paquistaníes que tuvo relaciones con Omar Sheik, el hombre que mató a Osama Bin Laden”.2

Bhutto se refería a Ahmed Omar Saeed Sheikh, al que también se atribuye el secuestro y asesinato del periodista americano Daniel Pearl. Cualquier estudiante de primero de periodismo habría reaccionado a aquella frase con una descarga eléctrica de alto voltaje, al menos con alguna pregunta, pero David Frost, un periodista estrella de la BBC con cuarenta años de experiencia que se pasó como tantos otros a Al Yazira, ni siquiera pestañeó. Respecto a Bhutto, como se sabe, murió en un segundo atentado contra su persona veinticinco días después de la entrevista, el 27 de diciembre de 2007.

La higiénica película de Giulietto Chiesa, con Dario Fo y otros sobre el 11-S, “Zero”3, menciona también que algunas de las apariciones públicas de Bin Laden grabadas en vídeo, son groseras falsificaciones y se pregunta, ¿”quien agita el fantasma de Bin Laden?”. Jürgen Elsässer, un periodista alemán afirma en sus libros que muchos de los presuntos autores y tripulantes suicidas de los aviones del 11-S eran antiguos mercenarios utilizados por la CIA en la guerra de Bosnia.

Nada de lo anterior significa abonarse a una “teoría de la conspiración”. Sin embargo, el simple hecho, enorme y evidente, es que, muchos años después del 11-S, todo aquello que tuvo como principal consecuencia meter a Occidente en nuevas guerras alrededor de la primera zona energética del mundo, sigue siendo muy confuso. El secreto y la mentira están en el mismo centro de la razón de Estado. Los medios de comunicación, sin embargo, no se complican la vida con ello.

Todo lo que rodea a la esfera de la seguridad se parece con asombrosa frecuencia a un festival de despropósitos, pero el público lo consume de forma parecida a la que David Frost escuchó la afirmación de Bhutto: sin inmutarse.

Paul Craig Roberts, un vicesecretario de finanzas con Ronald Reagan y ex redactor de The Wall Street Journal, si que se ha inmutado. La mayoría de los atentados islámicos registrados o frustrados en Estados Unidos desde el 11-S fueron orquestados con ayuda del FBI. La bomba que tenía que poner Osman Mohamud en Portland la suministró el FBI. Tanto Mohamud como Faroque Ahmed, otro implicado en un proyecto de atentado con bomba en Virginia, fueron persuadidos por el FBI para su intento, una labor que llevó medio año a los agentes hasta que lograron que el asunto se pusiera en marcha.

“Desde el 11-S el único complot terrorista que puedo recordar que no fue un obvio montaje del FBI, fue el de Times Square en el que Faisal Shahzad fue condenado por intentar explosionar un coche bomba en Manhattan, pero también es sospechoso porque se podría pensar que un terrorista de verdad habría usado una bomba real y no una bomba de humo”, dice Craig Roberts.

Algo parecido ocurrió con la principal célula islamista desarticulada en Alemania, en 2007, el llamado “grupo de Sauerland”: fueron reclutados por un turco colaborador de la CIA y el explosivo del atentado que nunca tuvo lugar lo suministró la propia policía alemana, como es público y notorio.

En la última alarma antiterrorista lanzada en Alemania, la supuesta bomba localizada para embarcar en un avión alemán en Namibia, también la colocó un oficial de policía. En Alemania todos estos sucesos y circunstancias, han coincidido, frecuentemente, con diversos hitos políticos, sea la renovación del mandato parlamentario para la participación del Bundeswehr en la campaña afgana, o sea replantear una nueva ley policial lesiva para los derechos civiles. Otros sucesos carecen hasta de contexto: si Al Qaeda, quiere enviar paquetes bomba a Europa y América, ¿realmente los enviará desde Yemen vía aérea? ¿No sería más fácil mandarlos directamente desde el país de origen?

En el último atentado de Estocolmo también llama la atención el enorme nivel de chapuza: el coche estalla sin matar a nadie, y el terrorista suicida, con su cinturón de explosivos, sólo consigue matarse a si mismo al detonarse. En Navidad y en el centro comercial de la ciudad. Asombroso. Sin embargo la opinión pública y los medios que la conforman no hacen cuestión del asunto, igual que Frost. La serie es inagotable. La provocación forma parte de la labor policial, pero a veces los medios de comunicación deben hacer preguntas y no confiar ciegamente en las apetitosas leyendas precocinadas que nos ofrece el menú del día. A propósito, ¿donde está Bin Laden?




Fuente: LaVanguardia.es
Autor: Rafael Poch-de-Feliu (Barcelona, 1956-) ha sido veinte años corresponsal de La Vanguardia en Moscú y Pekín. Antes estudió historia contemporánea en Barcelona y Berlín Oeste, fue corresponsal en España de "Die Tageszeitung", redactor de la agencia alemana de prensa DPA en Hamburgo y corresponsal itinerante en Europa del Este (1983 a 1987). Actual corresponsal de La Vanguardia en Berlín.
Referencias: 1. Ver en http://www.msnbc.msn.com/id/21530470/ns/nightly_news/ 2. Ver en: http://www.youtube.com/watch?v=UnychOXj9Tg 3. Ver ojoadventista.com/2011/01/cero-investigacion-sobre-el-11-de.html 4.


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martes, 4 de enero de 2011

Cada vez menos católica. Por Lluís Bassets

El Vaticano, la primera institución global de la historia, no sabe navegar en el mundo global Una buena cata de los papeles de Wikileaks proporciona la mejor y más precisa documentación sobre el mapa del poder en el mundo en la primera década del siglo XXI. Todo cuadra en los cables del Departamento de Estado, fruto del trabajo de excelentes observadores y analistas. No puede sorprender la idea de una debilidad sin remisión que nos transmiten respecto a Europa; ni el tufo de corrupción, cleptocracia y despotismo que captan, apenas sin discontinuidades, en todo el mundo árabe desde Marruecos hasta Irak. Tampoco sorprende la imagen que nos proporciona del Vaticano como un "poder cerrado, provinciano y anticuado" -en palabras del corresponsal en Roma, Miguel Mora-, a pesar de que se trata de la segunda potencia diplomática del mundo, con legaciones en 177 países, detrás de Estados Unidos con 188, según se encarga de recordar uno de los cables.

Los diplomáticos norteamericanos intentan despachar el asunto con el piadoso y socorrido argumento del problema de comunicación. Según señalan, el aparato del Vaticano desconoce las nuevas tecnologías y las relaciones públicas, no funciona la coordinación política y tiene la gestión de sus asuntos mundanos en manos de un grupo de ancianos casi todos italianos, con escasa capacidad para expresarse en inglés, el idioma de la globalización. Las reacciones que suscitan en el mundo católico estas revelaciones confirman la profundidad del problema. Benedicto XVI, a diferencia de anteriores pontífices, no se reconoce como un poder político y diplomático, y reivindica únicamente la influencia espiritual de su autoridad, tal como subrayaba el corresponsal religioso de La Vanguardia, Oriol Domingo, el pasado 19 de diciembre: "Esta visión recuerda la pregunta burlesca formulada en 1945 por el dictador Joseph Stalin a Winston Churchill y Theodore (sic) Roosevelt sobre cuántas divisiones tenía el Papa, entonces Pío XII. Los poderes norteamericano, estalinista y tantos otros coinciden en realizar un análisis tan solo político y económico para enjuiciar la Iglesia".

Y sin embargo, la agenda política y diplomática que tiene la Santa Sede ante sí es tan extensa y difícil como la de la potencia internacional que fue y al parecer no quiere seguir siendo. Un tercio de sus fieles se halla en un continente, América Latina, que "se siente marginada por el Vaticano". La atención del Papa a las raíces cristianas de Europa, la unidad con los cristianos ortodoxos y las relaciones con el Islam, han situado a los católicos latinoamericanos en un segundo plano, según estos cables. En los países donde resisten las comunidades cristianas más antiguas, el fundamentalismo islámico alienta una feroz persecución, que con frecuencia llega al pogromo contra los seguidores de Roma. En la inmensa China, el catolicismo tiene prohibido ejercer su autoridad, sustituida por los obispos nombrados por el régimen comunista.

La acción de la diplomacia vaticana, y sobre todo de la red capilar de sus sacerdotes y religiosos, se concentra, en otros asuntos de mayor enjundia doctrinal o moral, como la contracepción y el aborto, los matrimonios homosexuales o la investigación en células madre. Los cables del Departamento de Estado revelan que la Iglesia, y sobre todo lo que queda de su antaño brillante diplomacia, mantiene despiertos los reflejos y su sintonía tradicional con el multilateralismo en política internacional y su reformismo social. Su posición ante el desarme, el conflicto de Oriente Próximo, la guerra de Irak, el peligro nuclear iraní, la pobreza, la crisis económica o el cambio climático es la de un clásico Gobierno moderado socialcristiano o socialdemócrata, que viene a ser lo mismo.

Distinta, en cambio, es la actitud competitiva frente al Islam de este Papa, al que Washington califica de eurocéntrico: "Ratzinger cree que Europa es la patria espiritual e histórica de la Iglesia y no está dispuesto a ceder su propio continente a las fuerzas del secularismo o al Islam". Contrasta esta actitud combativa con la debilitada posición moral de la Iglesia en su propio territorio, erosionada por el escándalo que no cesa de los curas pederastas y las sucesivas rectificaciones primero en el reconocimiento de las complicidades jerárquicas y luego en su represión desde el interior mismo de la Iglesia.

Los cables y las reacciones nos dicen dos cosas. Que la primera institución que quiso ser global en la historia -eso quiere decir católica- tiene dificultades para seguir siéndolo. Y que la actual jerarquía vaticana apenas sabe reaccionar ante este amargo e imparable declive.




Fuente: ElPaís.com
Autor: Lluís Bassets es periodista. Director adjunto de EL PAÍS / España. Se ocupa de las páginas, artículos de Opinión y también publica el blog "Del alfiler al elefante".


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