miércoles, 17 de agosto de 2011

Sorpresas nada sorprendentes. Por Norman Birnbaum

La crisis financiera y el desempleo, los miedos y disturbios consiguientes, la disminución general de las expectativas y la airada retirada a una política de gestos son rasgos que caracterizan a las democracias industriales. Las clases dirigentes están especialmente preocupadas, y con razón: su incapacidad colectiva e individual para encontrar soluciones pone en peligro su legitimidad. Los proyectos de reconstrucción a largo plazo exigen, tanto de las élites como de la población, precisamente lo que no tenemos: unas visiones coherentes del pasado, el presente y el futuro. La desorientación e incluso la incredulidad están en todas partes. Parece como si las privaciones y las desgracias que sufren las familias, las comunidades, las regiones y las naciones, desde los desastres climáticos hasta los conflictos económicos y sociales sin solución, fueran unas sorpresas.

Los ciudadanos y las élites de Europa Occidental y Estados Unidos parecen especialmente sorprendidos. Dejemos de lado las inquietudes por el hecho de que los asiáticos están adelantándonos y por la amenaza (ridículamente exagerada) del islam militante. Lo preocupante es la convicción persistente de que, si nos regimos por nuestros propios criterios de democracia igualdad y justicia social, estamos fracasando. Las grandes esperanzas de 1945 son recuerdos amargos. Ha habido victorias importantes, por supuesto. Los derechos de las mujeres han progresado, el espantoso legado del racismo en Estados Unidos está muy debilitado. Pero cada vez es más evidente que los ciudadanos experimentan un furioso alejamiento de las decisiones políticas que, en vez de generar proyectos de cambio institucional, crean un resentimiento contra el sistema.

Entre 1945 y 1970, las clases dirigentes cambiaron de composición social. En Estados Unidos, el fenómeno de Kennedy simbolizó la integración de las oleadas de inmigrantes europeos de finales del siglo XIX y principios del XX. En Europa, la extensión de la enseñanza superior abrió la puerta a los hijos (y, con más lentitud, a las hijas) de las capas medias de la sociedad. Las revueltas estudiantiles de los años sesenta definieron con gran exactitud nuevos límites. No todo el mundo podía ser inspecteur des finances o abogado con un título de Harvard y dedicarse a entrar y salir del Gobierno. Las nuevas élites se comportaron con tanta arrogancia como las viejas. Aceptaban (la doctrina socialcristiana era tan importante como la convicción socialista) asumir la responsabilidad del bienestar de toda la sociedad, pero, ateniéndose a un noblesse oblige modernizado, insistían en que eran ellos los que tenían que actuar en nombre de otros. El arreglo fue eficaz mientras los niveles de vida fueron subiendo y se ampliaron los servicios públicos y las prestaciones sociales al alcance de la población. A las reducciones iniciadas en los años setenta y ochenta se les dio la misma interpretación que a los avances logrados en los cuarenta, los cincuenta y los sesenta, no como resultados de decisiones políticas e institucionales, sino como producto de la naturaleza de la economía y la sociedad. La doctrina de la inevitabilidad sirvió de base a la reanimación de la ideología del mercado. Se le quitó la libertad de elección al país y se puso a la venta la soberanía de Estado. En las décadas de progreso social, hubo pocos experimentos dirigidos a extender la democracia existente en el gobierno nacional y local a los mecanismos de la economía. Las empresas estatales en Francia, Gran Bretaña, Alemania e Italia estaban dirigidas de forma muy similar a unas empresas capitalistas normales, y la planificación nacional se atenía a unos límites muy estrictos. En Estados Unidos, los sindicatos, de gran dimensión e influencia, se aliaron con los empresarios industriales capitalistas para formar sus propios Estados de bienestar. Cuando la producción industrial empezó a declinar, también lo hizo esa versión privatizada de la socialdemocracia.

Además estamos viviendo las consecuencias aplazadas del reaganismo y el thatcherismo, de los compromisos de Mitterrand y Schroeder, de los limitadísimos proyectos de bienestar de Blair y Clinton. Durante los últimos 30 años, la educación cívica, en forma de extensiones del ejercicio cotidiano de la democracia, ha sido mínima. Los partidos socialistas y socialdemócratas europeos se han convertido en grandes grupos de presión o en máquinas de clientelismo. La redacción de programas y el desarrollo de proyectos, a veces de gran nivel intelectual, continúa. Pero la conexión con la historia, a través de las vidas de personas reales, se ha atenuado o incluso desvanecido. Un gran historiador francés, Pierre Nora, se ha dedicado al estudio de la memoria colectiva, precisamente cuando una fragmentación sin precedentes separa a sus conciudadanos de su propio legado. La entusiasta acogida que tienen en Estados Unidos los libros y las películas sobre temas históricos no suele incluir las luchas sociales de las personas corrientes. Nuestro pasado sigue siendo, en gran parte, muy desconocido.

La eliminación de las tradiciones de renovación democrática en los grupos sociales locales es un obstáculo para la aparición de nuevos movimientos de transformación. La vieja clase obrera ha sido sustituida por un amplio espectro de culturas e intereses independientes. Es asombroso que en Estados Unidos, donde en la actualidad no existe ningún potencial socialista, los guardianes de la ortodoxia social vigilen la memoria cultural. Se gasta mucho dinero en justificar la ideología de mercado, pese a la ausencia de una oposición amplia y organizada. Los terratenientes y sus apologistas no acaban de creerse su buena suerte política. Temen el empuje en sentido contrario de una narrativa que no existe más que en recuerdos dispersos, proyectos aislados de renovación y las críticas de una minoría intelectual, y que no tiene una encarnación política. El presidente, que está dispuesto a negociar y ceder parte de las adquisiciones sociales de los últimos 80 años (a partir del New Deal), es el tecnócrata supremo. Acepta la jerarquía establecida del poder y la riqueza. Su calma y su contención enfurecen a sus adversarios, que son demasiado estúpidos para comprender su exquisita defensa del orden actual. Y preocupan a su propio partido, incapaz de desarrollar un nuevo proyecto para el país y obligado a seguir a un presidente al que muchos consideran demasiado despegado del atribulada alma de los demócratas.

Los verdes europeos han modernizado en parte la tradición socialista. Pero están tan empeñados en dominar la rutina política que rechazan muchos elementos del pathos secular del socialismo. Los recientes movimientos de protesta dirigidos por jóvenes son admirables, pero las protestas no van a darnos forzosamente un proyecto más amplio a largo plazo. En las dos orillas del Atlántico, la esfera pública recuerda a un estadio cuyo techo está amenazado por un huracán. El techo está temblando. No sabemos si se va a caer o si va a salir volando. Solo sabemos que algo malo va a pasar. Es sorprendente que nos sorprenda.





Fuente: El País.com
Autor: Norman Birnbaum,(1926-) es un sociólogo, doctorado en la Harvard University. Es catedrático emérito de la Georgetown University Law Center, y miembro del consejo editorial de La Nación. Ha enseñado en la London School of Economics and Political Science, Oxford University: y la Strasbourg University, Amherst College. Tambien ha servido en la Facultad de Posgrado de la New School for Social Research. Un miembro del consejo editorial de la fundación de la New Left Review, ha sido activo en la política a ambos lados del Atlántico. Ha sido asesor de los sindicatos de América y miembros del Congreso, así como a una serie de movimientos sociales y partidos políticos en Europa. Contribuye regularmente a una serie de publicaciones, entre ellas la Open Democracy, El País de España, y el diario alemán Tageszeitung.
Traducción: María Luisa Rodríguez Tapia.






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viernes, 12 de agosto de 2011

Un fantasma europeo nuevo, Por Miguel Á. Bastenier

Explosión social en Reino Unido
Un nuevo fantasma recorre Europa. Una protesta masiva, que apenas puede tener algún parentesco distante con la legítima y pacífica indignación de los congregados en la Puerta del Sol, ha degenerado en Reino Unido en varias jornadas de vandalismo y saqueo. Y lo más curioso de este "grave desorden social" como lo ha calificado con pudor de clase la terminología oficial, ha sido como un salto atrás en el tiempo, precisamente hasta esa época del siglo XIX en la que Marx predecía la aparición del fantasma originario. Londres, como otras capitales de Europa, era entonces una aglomeración urbana sumamente peligrosa, en la que imperaba la ley del más fuerte, y tan solo en la madura fase maquinista de la revolución industrial pudieron la ciudad y el país contar con una policía capaz de pacificar las calles.

El deterioro de las condiciones de vida y de oportunidades de progreso social, tras el drástico plan de recortes del Gobierno conservador de David Cameron, en el contexto de la crisis económica mundial, explican en lo inmediato el estallido de los guetos de Londres y otras ciudades inglesas, pero en el horizonte figuran también, obstinados, los años de neoliberalismo y dejación de Estado durante el mandato de la señora Thatcher, la primera ministra cuyo mayor placer era decir que no a Europa. Hoy, ante el desmadejamiento de la Europa del euro, la dama de hierro podría incluso pensar cuánta razón tenía en reducir al mínimo practicable para mantener a Europa como cliente, la integración británica en la UE. Pero se equivocaría. Ese déficit político, que sufre la UE a causa de líderes como Margaret Thatcher, se encuentra en la base misma de la incapacidad comunitaria para combatir o, mejor aún, prevenir la crisis. Más Europa y no menos es lo que hace falta para combatir la desarticulación social. Pero, a medida que se amplía el enfoque del problema, aparecen nuevos factores que nutren el conflicto.

El racismo es condenable, venga de donde venga. Pero no todo él es siempre uno y lo mismo. El factor étnico ha sido central en el estallido de la protesta. La muerte inexplicada de un ciudadano negro a manos de la policía en Tottenham, uno de los barrios más pobres de la capital, dio lugar primero a una protesta pacífica de la comunidad, casi toda de color, ante la comisaría del barrio, pero al día siguiente era ya una orgía de salteadores de comercios y prácticas de la guerrilla urbana contra la fuerza pública.

Las grandes nacionalidades occidentales han sufrido -a semejanza de los autores de la Biblia- una morbilidad recurrente, que podría llamarse síndrome del pueblo elegido, lo que también es una forma de racismo. La Castilla imperial la padeció en su siglo: "El español es la lengua para hablar con Dios"; un puñado de intelectuales y revolucionarios franceses pudieron sentir que solo un pueblo excepcional podía darle al mundo la declaración de los derechos del hombre; y la Gran Bretaña se inoculó asimismo el virus, quizá, con el triunfo de la Reforma. Véase el God's Englishman, de Christopher Hill, el gran historiador marxista del mesianismo puritano inglés en el siglo XVII.

Cuando reventaron hace unos años los bidonvilles de París y otras ciudades francesas, sus protagonistas, mayormente de origen norteafricano, protestaban porque siendo muchos de ellos ya naturales del país, no creían recibir los beneficios acreditados a esa condición. La tumultuaria refriega inglesa va más allá: separados, bueno, pero iguales. Las clases rectoras británicas tienen interiorizada la convicción de una superioridad innata que en Francia y en España es obvia, folclórica y declamatoria, como sus respectivos racismos. La superioridad anglosajona no es exhibicionista, pero igualmente crea guetos. Francia, glotona de legalidad, prohíbe el velo islámico en las escuelas, porque quiere regular hasta el último detalle de la grandeza de la nación. Reino Unido, en cambio, contempla con indiferencia la prenda como si fuera únicamente de vestir. Pero esa falta de fe británica en el poder de la ley para reformar la realidad es la gran aliada del statu quo. Son los llamados usos y costumbres.

Europa va a salir muy desmejorada de esta crisis, que ya puede calificarse de depresión, tanto material como moral. Los indignados son en España una justísima manifestación ciudadana, muy diferente de la premier league antidemocrática de Inglaterra. Pero que nadie dé por sentado que la enfermedad no puede declararse en ningún otro lugar.





Fuente: ElPais.com
Autor: Miguel Á. Bastenier, licenciado en Historia y Derecho de la Universidad de Barcelona y en Lengua y Literatura inglesa de la Universidad de Cambridge. Graduado en periodismo de la Escuela Oficial de Madrid y experto en temas de política internacional. Actualmente es el subdirector de Relaciones Internacionales del diario El País de España, donde trabaja desde 1982, así como es profesor de la maestría de Reporterismo y Géneros Periodísticos en la Escuela de Periodismo del diario español, fundada en 1988. E investigador y Maestro Consejero de la Fundación Nuevo Periodismo Iberoamericano. Ha publicado numerosos artículos en la prensa europea (Libération, Le Monde, The European, Le Point, Le Soir, The Irish Times) y en la mayoría de los periódicos más importantes de América Latina: El Espectador y Semana (Colombia), Folha de Sao Paulo (Brasil), Público (México), Búsqueda (Uruguay) entre otros. En 2001 publicó El Blanco Móvil (Editorial Aguilar-El País 2001), en 1999 publicó La Guerra de Siempre (Editorial Península), en 2002 Israel-Palestina: La Casa de la Guerra, y en 2010 ‘Cómo escribir un periódico’. También ha dirigido varios libros colectivos, entre ellos Grandes Protagonistas del siglo XX (2000).
Fotografía: Forbes.com




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domingo, 7 de agosto de 2011

La crisis ideológica del capitalismo occidental. Por Joseph E. Stiglitz

Tan sólo unos años atrás, una poderosa ideología – la creencia en los mercados libres y sin restricciones – llevó al mundo al borde de la ruina. Incluso en sus días de apogeo, desde principios de los años ochenta hasta el año 2007, el capitalismo desregulado al estilo estadounidense trajo mayor bienestar material sólo para los más ricos en el país más rico del mundo. De hecho, a lo largo de los 30 años de ascenso de esta ideología, la mayoría de los estadounidenses vieron que sus ingresos declinaban o se estancaban año tras año.

Es más, el crecimiento de la producción en los Estados Unidos no fue económicamente sostenible. Con tanto del ingreso nacional de los EE.UU. yendo destinado para tan pocos, el crecimiento sólo podía continuar a través del consumo financiado por una creciente acumulación de la deuda.

Yo estaba entre aquellos que esperaban que, de alguna manera, la crisis financiera pudiera enseñar a los estadounidenses (y a otros) una lección acerca de la necesidad de mayor igualdad, una regulación más fuerte y mejor equilibrio entre el mercado y el gobierno. Desgraciadamente, ese no ha sido el caso. Al contrario, un resurgimiento de la economía de la derecha, impulsado, como siempre, por ideología e intereses especiales, una vez más amenaza a la economía mundial – o al menos a las economías de Europa y América, donde estas ideas continúan floreciendo.

En los EE.UU., este resurgimiento de la derecha, cuyos partidarios, evidentemente, pretenden derogar las leyes básicas de las matemáticas y la economía, amenaza con obligar a una moratoria de la deuda nacional. Si el Congreso ordena gastos que superan a los ingresos, habrá un déficit, y ese déficit debe ser financiado. En vez de equilibrar cuidadosamente los beneficios de cada programa de gasto público con los costos de aumentar los impuestos para financiar dichos beneficios, la derecha busca utilizar un pesado martillo – no permitir que la deuda nacional se incremente, lo que fuerza a los gastos a limitarse a los impuestos.

Esto deja abierta la interrogante sobre qué gastos obtienen prioridad – y si los gastos para pagar intereses sobre la deuda nacional no la obtienen, una moratoria es inevitable. Además, recortar los gastos ahora, en medio de una crisis en curso provocada por la ideología de libre mercado, simple e inevitablemente sólo prolongaría la recesión.

Hace una década, en medio de un auge económico, los EE.UU. enfrentaba un superávit tan grande que amenazó con eliminar la deuda nacional. Incosteables reducciones de impuestos y guerras, una recesión importante y crecientes costos de atención de salud – impulsados en parte por el compromiso de la administración de George W. Bush de otorgar a las compañías farmacéuticas rienda suelta en la fijación de precios, incluso con dinero del gobierno en juego – rápidamente transformaron un enorme superávit en déficits récord en tiempos de paz.

Los remedios para el déficit de EE.UU. surgen inmediatamente de este diagnóstico: se debe poner a los Estados Unidos a trabajar mediante el estímulo de la economía; se debe poner fin a las guerras sin sentido; controlar los costos militares y de drogas; y aumentar impuestos, al menos a los más ricos. Pero, la derecha no quiere saber nada de esto, y en su lugar de ello, está presionando para obtener aún más reducciones de impuestos para las corporaciones y los ricos, junto con los recortes de gastos en inversiones y protección social que ponen el futuro de la economía de los EE.UU. en peligro y que destruyen lo que queda del contrato social. Mientras tanto, el sector financiero de EE.UU. ha estado presionando fuertemente para liberarse de las regulaciones, de modo que pueda volver a sus anteriores formas desastrosas y despreocupadas de proceder.

Pero las cosas están un poco mejor en Europa. Mientras Grecia y otros países enfrentan crisis, la medicina en boga consiste simplemente en paquetes de austeridad y privatización desgastados por el tiempo, los cuales meramente dejarán a los países que los adoptan más pobres y vulnerables. Esta medicina fracasó en el Este de Asia, América Latina, y en otros lugares, y fracasará también en Europa en esta ronda. De hecho, ya ha fracasado en Irlanda, Letonia y Grecia.

Hay una alternativa: una estrategia de crecimiento económico apoyada por la Unión Europea y el Fondo Monetario Internacional. El crecimiento restauraría la confianza de que Grecia podría reembolsar sus deudas, haciendo que las tasas de interés bajen y dejando más espacio fiscal para más inversiones que propicien el crecimiento. El crecimiento por sí mismo aumenta los ingresos por impuestos y reduce la necesidad de gastos sociales, como ser las prestaciones de desempleo. Además, la confianza que esto engendra conduce aún a más crecimiento.

Lamentablemente, los mercados financieros y los economistas de derecha han entendido el problema exactamente al revés: ellos creen que la austeridad produce confianza, y que la confianza produce crecimiento. Pero la austeridad socava el crecimiento, empeorando la situación fiscal del gobierno, o al menos produciendo menos mejoras que las prometidas por los promotores de la austeridad. En ambos casos, se socava la confianza y una espiral descendente se pone en marcha.

¿Realmente necesitamos otro experimento costoso con ideas que han fracasado repetidamente? No deberíamos, y sin embargo, parece cada vez más que vamos a tener que soportar otro. Un fracaso en Europa o en Estados Unidos para volver al crecimiento sólido sería malo para la economía mundial. Un fracaso en ambos lugares sería desastroso – incluso si los principales países emergentes hubieran logrado un crecimiento auto-sostenible. Lamentablemente, a menos que prevalezcan las mentes sabias, este es el camino al cual el mundo se dirige.





Fuente: Project Syndicate, 2011. / The Ideological Crisis of Western Capitalism
Autor: Joseph E. Stiglitz, catedrático de Economía de la Universidad de Columbia y premio Nobel de Economía en 2001. Autor de Freefall: Free Markets and the Sinking of the Global Economy.
Traducción: Rocío L. Barrientos.




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