miércoles, 23 de febrero de 2011

Vergüenza. Por Lluís Bassets

Ha sucedido en tantas ocasiones que no vamos a escandalizarnos por una más. Recordemos los Balcanes o Ruanda. Nunca más. En cada ocasión hemos recorrido los mismos penosos caminos. En cada ocasión los europeos hemos dado un bochornoso espectáculo de inhibición e indiferencia y luego, cuando ya no tenía remedio, entonado el mea culpa. Y, como si nada, de vuelta a las andadas. Ahora mismo. Justo cuando los pueblos del sur del Mediterráneo se levantan, nuestros gobiernos, la Unión Europea, el conjunto de las instituciones internacionales, demuestran que están en otras cosas. Aquella fosa mediterránea que nos separaba en desarrollo, rentas y demografía se hace estos días más ancha y más profunda. Ahora es un abismo de ignorancia y desinterés.

En todos y cada uno de los pasos, zancadas más bien, que está dando la revolución democrática en el mundo árabe, hemos reaccionado tarde y mal. Lastrados al principio por nuestras estrechas relaciones con los dictadores y reyezuelos. Después, por las malas excusas sobre la estabilidad y los peligros del islamismo. Y, finalmente, por una política exterior europea ya difunta. El colmo insoportable lo han facilitado los últimos acontecimientos de Libia, donde corre la sangre a raudales, vertida criminalmente por un protegido de occidente.

Navegar por las páginas en Internet de las instituciones internacionales y europeas es un ejercicio aleccionador sobre esta fosa y sobre la parsimonia con que unos y otros reaccionan ante la matanza que está perpetrando el coronel Gadafi entre su población. La presidencia semestral de la UE, a cargo ahora de Hungría, se ocupa de cualquier cosa menos de la revuelta árabe y de los centenares de víctimas de la represión que se están produciendo. El presidente del Consejo Herman van Rompuy todavía tiene el reloj en la hora en que Mubarak estaba tambaleándose. La representante europea para Asuntos Exteriores, Catherine Ashton, va un poco más adelantada: le pide a las autoridades de Bahrein que hagan el favor de evitar actuaciones violentas y viaja esta semana próxima a El Cairo.

El Consejo de Seguridad de Naciones Unidas se ha quedado en el voto mayoritario y el veto estadounidense sobre los asentamientos israelíes en territorio palestino. Fue el viernes por la noche y estamos en fin de semana. La diplomacia tiene naturalmente derecho al descanso. No entremos en las comedidas reacciones de la Conferencia Islámica y de la Liga Arabe. ¿Y nuestra querida Unión para el Mediterráneo, con sede en Barcelona, presidida todavía por el depuesto Mubarak y por Nicolas Sarkozy? Sin secretario general, dimitido, y con esta copresidencia sonrojante, lleva dos años largos desde su fundación sin hacer nada. ¿No hay nadie en Bruselas o en Pedralbes para hacer un simple comunicado que tape un poco nuestra vergüenza? ¿Nadie en ningún organismo internacional que convoque una reunión de urgencia para evitar que siga la matanza?

Los ministros de Exteriores de los 27 que se reúnen hoy en Bruselas en su consejo mensual tienen la oportunidad de demostrar que por una vez saben estar a la altura de las circunstancias. ¿Harán algo más que encargar a sus funcionarios la redacción de un sentido e inútil comunicado sobre la sangrienta represión en Libia? La UE debiera convocar una cumbre extraordinaria para frenar la matanza y preparar los planes de ayuda a las transiciones democráticas. Estamos dirigidos por lo que se ve por cansinos comentaristas de la actualidad (que no aciertan ni siquiera a llegar a tiempo en sus comentarios) y no por personas dispuestas a tomar decisiones, auxiliar a las poblaciones y enfrentarse a las dificultades que plantea el mayor acontecimiento histórico que se produce a nuestras puertas desde 1989.




Fuente: ElPaís.com / Del alfiler al elefante
Autor: Lluís Bassets es periodista. Director adjunto de EL PAÍS / España. Se ocupa de las páginas, artículos de Opinión y también publica el blog "Del alfiler al elefante".



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domingo, 13 de febrero de 2011

¿Madres tigres o madres elefantes? Por Peter Singer

Hace muchos años, mi esposa y yo nos dirigíamos hacia algún lugar con nuestras tres hijitas, cuando una de ellas preguntó: “¿Que prefieren, qué seamos inteligentes o que seamos felices?”

Me acordé de este momento el mes pasado cuando leí el artículo “Por qué las madres chinas son superiores” de Amy Chua (foto) en el Wall Street Journal, que generó más de 4.000 comentarios en www.wsj.com y más de 100.000 comentarios en Facebook. El artículo promocionaba el libro de Chua, Battle Hymn of the Tiger Mother (Himno de batalla de la madre tigre), que se convirtió en un éxito editorial al instante.

La tesis de Chua es que, cuando se los compara con sus pares norteamericanos, los chicos chinos tienden a ser más exitosos porque tienen “madres tigres”, mientras que las madres occidentales son gatitos, o peor. A Sophie y Louise, las hijas de Chua, nunca se les permitió mirar televisión, jugar juegos en la computadora, quedarse a dormir en la casa de alguna amiga o participar en una obra de teatro de la escuela. Tenían que pasar horas todos los días tocando el piano o el violín. Se esperaba que fueran las mejores alumnas en todas las materias excepto en gimnasia y en teatro.

Las madres chinas, según Chua, creen que los hijos, una vez que pasan los primeros años de vida, necesitan que les digan, en términos precisos, si no cumplieron con los niveles altos que sus padres esperan de ellos. (Chua dice conocer a madres coreanas, indias, jamaiquinas, irlandesas y ghanesas que son “chinas” en su enfoque, al igual que a algunas madres chinas étnicas que no lo son). Sus egos deben ser lo suficientemente fuertes como para soportarlo.

Pero Chua, profesora en la Facultad de Derecho de Yale (al igual que su marido), vive en una cultura en la que se considera que la autoestima de un chico es tan frágil que los equipos deportivos infantiles les dan el premio al “jugador más valioso” a todos los integrantes del equipo. Por eso no sorprende que muchos norteamericanos reaccionen con horror ante su estilo de crianza.

Un problema que se presenta al analizar la estrategia de criar a un hijo como una madre tigre es que no podemos separar su impacto del de los genes que los padres les transmiten a sus hijos. Si quiere que sus hijos sean los mejores de su clase, ayudaría si usted y su pareja tuvieran la inteligencia para convertirse en profesores de universidades de elite. No importa el esfuerzo que haga una madre tigre, no todos los alumnos pueden terminar primeros (excepto, claro, que dijéramos que todos son “los mejores de la clase”).

La crianza de madre tigre apunta a que los chicos maximicen las habilidades que poseen, y por ende pareciera inclinarse por la parte “inteligente” de la opción “inteligente o feliz”. También es ésa la visión de Betty Ming Liu, que escribió en un blog en respuesta al artículo de Chua: “Los padres como Amy Chua son la razón por la cual los norteamericanos de origen asiático como yo hacemos terapia”.

Stanley Sue, profesor de Psicología de la Universidad de California, Davis, ha estudiado el suicidio, que es particularmente común entre mujeres norteamericanas de origen asiático (en otros grupos étnicos, se suicidan más hombres que mujeres). El cree que la presión familiar es un factor importante.

Chua respondería que alcanzar un alto nivel de logros aporta una gran satisfacción y que la única manera de lograrlo es mediante el esfuerzo. Quizás, ¿pero no se puede alentar a los chicos a que hagan cosas porque intrínsecamente valen la pena, y no por temor a la desaprobación de los padres?

Coincido con Chua hasta este punto: Negarse a decirle a un chico qué hacer puede llegar demasiado lejos. Una de mis hijas, que ahora tiene sus propios hijos, me cuenta historias asombrosas sobre los estilos de crianza de sus amigos. Uno de ellos le permitió a su hija dejar tres jardines de infantes distintos porque no quería ir. Otra pareja cree en el “aprendizaje auto-dirigido” hasta tal punto que una noche se fueron a acostar a las 11 de la noche y dejaron a su hija de cinco años mirando su novena hora consecutiva de videos de Barbie.

La crianza de madre tigre puede parecer un contrapeso útil para semejante permisividad, pero ambos extremos dejan algo afuera. El enfoque de Chua es implacable en cuanto a las actividades solitarias en el hogar, sin ningún aliento de las actividades grupales, ni ninguna preocupación por los demás, ni en el colegio ni en la comunidad en general. Por lo tanto, parece pensar que las obras de teatro escolares son una pérdida de tiempo que se podría aprovechar mejor estudiando o tocando música.

Sin embargo, participar en una obra escolar implica contribuir al bien de la comunidad. Si los chicos talentosos se quedan afuera, la calidad de la producción se verá afectada, en detrimento de los otros que forman parte (y de la audiencia que la verá). Y todos los chicos cuyos padres les prohíben participar en estas actividades pierden la oportunidad de desarrollar habilidades sociales que son igualmente importantes y gratificantes --y cuyo dominio resulta igualmente demandante-- que aquellas que monopolizan la atención de Chua.

Deberíamos apuntar a que nuestros hijos sean buenas personas, y que vivan vidas éticas que manifiesten preocupación por los demás así como por sí mismos. Este enfoque de crianza de los hijos está relacionado con la felicidad: Existe abundante evidencia de que aquellos que son generosos y amables están más contentos con sus vidas que aquellos que no lo son. Pero también es un objetivo importante en sí mismo. Los tigres viven vidas solitarias, excepto por las madres con sus cachorros. Nosotros, por el contrario, somos animales sociales como los elefantes. Las madres elefantes no se focalizan solamente en el bienestar de sus propias crías. Juntas, protegen y cuidan a todos los jóvenes de su manada, creando una especie de guardería infantil.
Si todos pensamos solamente en nuestros propios intereses, vamos camino al desastre colectivo --sólo basta mirar lo que le estamos haciendo al clima de nuestro planeta--. Cuando se trata de criar a nuestros hijos, necesitamos menos tigres y más elefantes.




Fuente: TheJapanTimes.co.jp / The world needs more elephant mothers
Autor: Peter Singer (Australia, 1946-) filosofo. Profesor de bioética en la Universidad de Princeton y profesor laureado en la Universidad de Melbourne. Su libro más reciente es The Life you Can Save.
Traducción: LosTiempos.com


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lunes, 7 de febrero de 2011

¿Dónde han ido a parar los islamistas? Por Oliver Roy

El joven vendedor ambulante tunecino que desencadenó la revuelta al quemarse en público nos recuerda a los monjes budistas vietnamitas en 1963 o a Jan Palach en Checoslovaquia en 1969, unos actos de naturaleza precisamente opuesta a la de las bombas suicidas que son la marca registrada del actual terrorismo islámico.

Incluso en este acto sacrificial no ha habido nada de religioso: ningún turbante verde o negro, ninguna túnica blanca, nada de ¡Alá Akbar!, nada de llamamientos a la yihad. Se ha tratado, por el contrario, de una protesta individual, desesperada y absoluta, sin una palabra sobre el paraíso o la salvación. En este caso el suicidio era el último acto de libertad dirigido a avergonzar al dictador y a instar a la gente a reaccionar. Era un llamamiento a la vida, no a la muerte.

En las sucesivas manifestaciones en las calles, no se invocó un Estado islamista, ni los manifestantes se pusieron sudarios blancos frente a las bayonetas, como en Teherán en 1978. Ninguna referencia a la sharía ni a la ley islámica. Y, lo más sorprendente, ningún "¡abajo el imperialismo de Estados Unidos!". El odiado régimen era percibido como indígena, como el resultado del miedo y de la pasividad, y no como la marioneta del neocolonialismo francés o norteamericano, a pesar del refrendo que había obtenido por parte de la élite política francesa.

En vez de ello, los manifestantes pedían libertad, democracia y elecciones con pluralidad de partidos. Dicho sencillamente, querían verse libres de la cleptocrática familia gobernante ("¡dégage!", o sea "¡despeja!", ha sido la popular expresión francesa utilizada como consigna).

En esta sociedad musulmana nada se ha puesto de manifiesto acerca de "un excepcionalismo islámico". Y, al final, cuando los líderes islamistas reales han vuelto de su exilio en Occidente (sí, estaban en Occidente, no en Afganistán ni en Arabia Saudí) estos, como Rachid Ghanuchi, han hablado de elecciones, Gobierno de coalición y de estabilidad, al tiempo que mantenían un bajo perfil.


¿Han desaparecido los islamistas?

No. Pero, al menos en África del Norte, muchos de ellos se han convertido en demócratas. Es verdad que grupos marginales han seguido la senda de una yihad global y nómada, y que vagabundean por el Sahel en busca de rehenes, pero no cuentan con el apoyo real de la población. Esa es la razón por la que se han ido al desierto.

Sin embargo, esos salteadores de caminos siguen estando considerados por los Gobiernos occidentales como una amenaza estratégica que dificulta el diseño de una política a largo plazo. Otros islamistas sencillamente han dejado la política y se han encerrado en casa para seguir un piadoso y conservador, aunque apolítico, estilo de vida. Al igual que a sus mujeres, le han puesto un burka a sus vidas.

Pero el grueso de los antiguos islamistas ha llegado a la misma conclusión que la generación que fundó el Partido de la Justicia y el Desarrollo (AKP) en Turquía: no hay tercera vía entre democracia y dictadura. Solamente hay dictadura y democracia.

Este reconocimiento del fracaso del islam político ha coincidido con el talante de esa nueva generación de manifestantes en Túnez. La nueva generación árabe no está motivada por la religión o la ideología, sino por la aspiración a una transición pacífica hacia un Gobierno decente, democrático y "normal". Tan solo quieren ser como los demás.

La revuelta tunecina ayuda a aclarar una realidad respecto del mundo árabe: el terrorismo que hemos contemplado estos últimos años, que es un milenarismo utópico, no proviene de las sociedades reales de Oriente Próximo. Es mucho más fácil encontrar radicales islámicos en Occidente que en estos países.

Naturalmente, el cuadro difiere entre un país y otro. La generación posislamista es más visible en el norte de África que en Egipto o Yemen, por no hablar de Pakistán, que es un país que se derrumba. Pero en todo el Oriente Próximo árabe, la generación que está liderando la protesta contra la dictadura no tiene un carácter islámico.

Eso no quiere decir que no queden grandes desafíos a los que enfrentarse. De hecho, son muchos: cómo encontrar líderes políticos que puedan estar a la altura de las expectativas populares; cómo evitar los escollos de la anarquía; cómo reconstruir los vínculos políticos y sociales que han sido deliberadamente destruidos por los regímenes dictatoriales y reconstruir una sociedad civil.

Pero hay al menos una cuestión inmediatamente suscitada por la revolución tunecina.

¿Por qué sigue apoyando Occidente a la mayoría de las dictaduras de Oriente Próximo incluso cuando esta oleada democrática agita la región? En el pasado, por supuesto, la respuesta ha sido que Occidente ha visto en los regímenes autoritarios el mejor baluarte contra el islamismo.

Esa fue la razón oculta de su apoyo a la cancelación de las elecciones de Argelia en 1990, de que se hiciera la vista gorda con el tinglado de las elecciones egipcias y de que se ignorara lo que los palestinos eligieron en Gaza.

A la luz de la experiencia tunecina ese planteamiento tiene que volver a ser evaluado. En primer lugar, porque esos regímenes ya no constituyen un baluarte fiable. Podrían simplemente desmoronarse en cualquier momento. En segundo lugar, ¿contra qué son un baluarte si la nueva generación es posislamista y prodemocrática?

Del mismo modo que Túnez ha supuesto un momento decisivo para el mundo árabe tiene también que suponer un momento decisivo en la política occidental respecto a la región. La realpolitik de hoy significa apoyar la democratización de Oriente Próximo.




Fuente: ElPais.com
Autor: Olivier Roy, profesor en el Instituto Universitario Europeo de Florencia, es autor de Holy Ignorance y The Failure of Political Islam.
Traducción: Juan Ramón Azaola.



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