miércoles, 27 de julio de 2011

Democracia bajo ataque. Por Jordi Vaquer

Como pasó en enero con el atentado contra la congresista Giffords de Arizona, la carnicería en Noruega ha puesto en cuestión el extremismo que socava las bases de la convivencia democrática en Occidente. La matanza es un síntoma excepcional, injusto para caracterizar a todo un fenómeno político e ideológico que no es, en esencia, violento. Pero no faltan otros indicadores. La economía internacional vive pendiente del Congreso estadounidense, donde los ultras del Tea Party han radicalizado a su Partido Republicano hasta el punto de acercar a su país al abismo económico con tal de no romper con su dogma ideológico contra la subida de impuestos. El acceso de partidos xenófobos populistas (derechistas en lo social, no siempre en lo económico) a la representación parlamentaria es ya un hecho en prácticamente la mitad de los Estados miembros de la UE. Y el caso de las escuchas ilegales de News of the World ha puesto de relieve la falta de escrúpulos de un imperio mediático con un programa ideológico al servicio de su modelo empresarial. En Europa, Estados Unidos y otros países como Australia y Canadá, la derecha moderada, que empezó a crecer con la caída del muro de Berlín y la crisis ideológica de la izquierda, corre el riesgo de ser devorada, a la par que la propia izquierda, por un radicalismo que no se detiene ante los límites éticos del Estado democrático.

La crisis económica ha puesto de relieve el extremismo de la doctrina económica que prevaleció en Occidente, y que desde allí se impuso a otros, en las dos últimas décadas. El llamado consenso de Washington tuvo efectos devastadores para las economías en desarrollo de América Latina, África y Asia, y los tiene, y tendrá, en las de Europa y Estados Unidos. La reacción al desastre que se desencadenó en 2008, sin embargo, no ha sido la autocrítica, sino una ofensiva todavía mayor para asentar unos dogmas económicos que han demostrado sus carencias. En Europa se impone una mal llamada ortodoxia que podría condenar a toda la eurozona, y en especial a los mediterráneos, a lustros de crecimiento anémico en pos de una supuesta virtud macroeconómica ciega a la realidad del momento. En Estados Unidos la contraofensiva de Wall Street se ha combinado con el populismo antiimpuestos para hacer prácticamente imposible la reforma, incluso moderada, de un sistema cuyas disfunciones han quedado patentes.

Si en el terreno económico este radicalismo tiene raíces en América, Europa tiene el dudoso honor de llevar la vanguardia en otro tipo de radicalización, la xenófoba. El discurso contra la diferencia ha hecho furor en muchos países europeos. Ya sea el inmigrante (real o imaginario, de primera generación o de cuarta) o la minoría nacional (en Europa Central y Oriental) se ha convertido en el blanco preferido de una nueva ola de partidos populistas que han logrado éxitos no desdeñables, incluyendo la entrada en Gobiernos de países como Italia, Austria o Dinamarca. Los atentados del 11 de septiembre de 2001 pusieron en primera línea los argumentos que tienen como diana al islam, que han hecho fortuna a ambos lados del Atlántico. Ante una nueva fuerza con gran empuje electoral que amenazaba su hegemonía, las derechas tradicionales han adoptado parte del discurso radical, poniendo en peligro la convivencia en barrios y pueblos, y logros históricos como el melting pot en Estados Unidos o la libre circulación de personas entre Estados europeos.

Esta radicalización se ha vivido también en el discurso público, donde se banaliza el recurso a tildar al adversario de enemigo (un clásico del populismo) y se presentan las soluciones de consenso como una capitulación. El imperio de Rupert Murdoch se ha convertido en la cara más visible de un modo de hacer periodismo que fuerza no solo los códigos deontológicos de la profesión, sino incluso los límites éticos en democracia. En su carrera hacia el poder, desde el nuevo laborismo de Blair hasta los conservadores de mayor tradición democrática no han dudado en aliarse con él.

El extremismo violento no es patrimonio exclusivo de la derecha ni de la izquierda: en ambos lados es una excepción patológica. Pero el radicalismo ideológico en Occidente está recorriendo caminos muy distintos: mientras las opciones de extrema izquierda no han logrado atraer a la izquierda moderada y al centro-izquierda hacia sus opciones, la ultraderecha y el populismo xenófobo están consiguiendo mover a los partidos de la derecha tradicional hacia posiciones alejadas de su tradición democrática: aislacionistas, nacionalistas, intolerantes con la diversidad y rígidamente ideológicas en lo económico. La izquierda, en especial la socialdemócrata, tiene clara conciencia de estar en crisis. Pero la derecha democrática, con sus éxitos electorales y su capacidad por mover el llamado centro político hacia su campo, no puede mirar hacia otro lado ante estas amenazas.




Fuente: ElPais.com
Autor: Jordi Vaquer es doctor en Relaciones Internacionales (London School of Economics and Political Science, Reino Unido) y un master en Estudios Europeos (Colegio de Europa, Brujas, Bélgica) y es un experto en asuntos españoles-marroquíes. Actualmente director del CIDOB / Barcelona Center for International Affairs, España. También coordinador científico del proyecto EU4SEAS.




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jueves, 21 de julio de 2011

Choque de clases. Por Moisés Naím

La principal fuente de los conflictos venideros no van a ser los choques entre civilizaciones, sino las expectativas frustradas de las clases medias, que declinan en los países ricos y crecen en los países pobres.La teoría del "choque de civilizaciones", popularizada por Samuel Huntington, mantiene que, una vez agotado el enfrentamiento ideológico entre comunismo y capitalismo, los principales conflictos internacionales surgirán entre países con diferentes identidades culturales y religiosas. "El choque de civilizaciones dominará la política global. Las fallas tectónicas que dividen las civilizaciones definirán los frentes de batalla del futuro", escribió en 1993. Para muchos, los ataques de Al Qaeda y las guerras en Afganistán e Irak confirmaron esta visión. Pero en realidad, lo que ha ocurrido es que los conflictos se han dado más dentro de las civilizaciones que entre ellas. Los piadosos terroristas islámicos han asesinado más musulmanes inocentes que nadie. Y las pugnas entre chiíes y suníes siguen produciendo víctimas, la mayoría musulmanas.

En mi opinión, una fuente mucho más importante de conflictos que los choques entre culturas o religiones serán los cambios en los ingresos de las clases medias en los países ricos -donde están declinando- y en los países pobres -donde están aumentado-. Tanto el aumento como la disminución de los ingresos generan expectativas frustradas que alimentan la inestabilidad social y política.

Los países pobres de rápido crecimiento económico tienen hoy la clase media más numerosa de su historia. Es el caso de Brasil y Botsuana, China, Chile, India e Indonesia, entre otros. Estas nuevas clases medias no son tan prósperas como las de los países desarrollados, pero sus integrantes gozan de un nivel de vida sin precedentes. Mientras tanto, en países como España, Francia o Estados Unidos la situación de la clase media está empeorando. En un millón y medio de familias españolas todos los miembros en edad laboral están desempleados. Solo el 8% de los franceses opina que sus hijos tendrán una vida mejor que ellos. En 2007, el 43% de los estadounidenses aseguraba que su sueldo solo les alcanzaba para llegar a fin de mes. Hoy el 61% dice estar en esta situación.

Por otro lado, las aspiraciones insatisfechas de la clase media china o brasileña son tan políticamente incandescentes como la nueva inseguridad económica de la clase media que está dejando de serlo en España o Italia. Los Gobiernos respectivos se ven sometidos a enormes presiones, ya sea para responder a las crecientes exigencias de la nueva clase media o para contener la caída del nivel de vida de la clase media existente.

Inevitablemente, algunos políticos en los países avanzados aprovecharán este descontento para culpar del deterioro económico al auge de otras naciones. Dirán que los empleos perdidos en EE UU o Europa, o los salarios estancados, se deben a la expansión de China, India o Brasil. Esto no es cierto. Las más rigurosas investigaciones revelan que la pérdida de empleos o la disminución de los salarios en los países desarrollados no se deben al rápido crecimiento de los países emergentes, sino al cambio tecnológico, a una productividad anémica, a la política de impuestos y a otros factores domésticos.

A su vez, en los países pobres, la nueva clase media que ha mejorado su consumo de comida, ropa, medicinas y viviendas rápidamente exigirá más y mejores escuelas, agua, hospitales, transportes y todo tipo de servicios públicos. Chile es uno de los países económicamente más exitosos y políticamente más estables del mundo, y su clase media ha venido creciendo sistemáticamente. No obstante, las protestas callejeras por la mejora de la educación pública son recurrentes. Los chilenos no quieren más escuelas, quieren mejores escuelas. Y para todo gobierno es mucho más fácil construir una escuela que mejorar la calidad de la enseñanza que allí se imparte. En China se dan cada año miles de manifestaciones para reclamar más o mejores servicios públicos. En Túnez, la frustración de la gente derribó al régimen de Ben Ali, a pesar de que es el país con el mejor desempeño económico del norte de África. No existe gobierno alguno que pueda satisfacer las nuevas exigencias de una clase media en auge a la misma velocidad con la que se producen. Ni gobierno que pueda sobrevivir a la furia de una clase media próspera que ve cómo cada día su situación desmejora.

La inestabilidad política causada por estas frustraciones ya es visible en muchos países. Sus consecuencias internacionales aún no son tan obvias. Pero lo serán.






Fuente: El País.com
Autor: Moisés Naím. Venezolano, ex ministro de Industria y Comercio de Venezuela entre 1989 y 1990 y antiguo director ejecutivo del Banco Mundial. Director en jefe de la edición norteamericana de Foreign Policy y columnista de El País, Financial Times, Newsweek, Corriere della Sera, L'Espresso, TIME, Le Monde, Berliner Zeitung entre otras publicaciones.





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viernes, 15 de julio de 2011

El mundo vira sin nadie al volante. Por Lluís Bassets

El sueño de un Gobierno multilateral deriva en la pesadilla de una globalidad volcánica y sin dirección, en manos de los mercados y la comunicación viral

Solo ha transcurrido medio año, pero ya es suficiente para que las cifras de 2011 marquen sólidamente las piedras sobre las que se escribe la historia. Como 1989 (caída del muro de Berlín) o 1968 (mayo en París), si las comparamos con los acontecimientos más cercanos. Incluso con 1917 (revolución rusa), 1871 (Comuna de París), 1848 (revoluciones democráticas en Europa) o 1789 (Revolución Francesa) si nos remontamos más atrás.

Ya es una cosecha gloriosa. Para los árabes, sin duda. Dos tiranos derrocados (Ben Ali y Mubarak), tres más en el despeñadero (Gadafi, Saleh y El Asad) y todas las monarquías en alerta máxima, apresuradas ahora en apañar unas reformas plausibles tras decenios de despótico inmovilismo. Mientras tanto, los avalistas de todos estos regímenes (Washington, Londres y París principalmente) abandonan con un volantazo la realpolitik practicada con cinismo durante décadas e improvisan una nueva política árabe, basada esta vez en la democratización, las libertades y los derechos de los ciudadanos y no en los duros y crudos intereses económicos y geoestratégicos.

También es una cosecha de sangre y de incertidumbre. El pacifismo de los manifestantes tunecinos y egipcios no fue óbice para la represión violenta con que se despidieron sus respectivos dictadores. Y tras la virulencia mitigada con que cayeron los dos primeros, la oleada revolucionaria se ha convertido rápidamente en un rosario de intervenciones militares, matanzas y guerras civiles en un horizonte inabarcable de inestabilidad y desasosiego estratégico.

La geometría de las relaciones internacionales ha virado súbitamente cuando se ha quebrado el eje que formaban las dictaduras árabes con Estados Unidos, Europa e Israel. Este último país ha perdido a un aliado fiel y obediente como era Mubarak, mientras la perspectiva de una apertura democrática en la zona suscita reacciones urticantes en el búnker del sionismo extremista. A su Gobierno, más solitario y aislado que nunca, solo le preocupa que de la revolución árabe pudiera salir el reconocimiento internacional de Palestina sobre los territorios de Gaza y Cisjordania, donde los colonos reclaman derechos bíblicos para justificar una ocupación a todas luces ilegal. Todas sus energías las va a dedicar a impedirlo, en una gesticulación que en nada favorece a la imagen internacional de Israel, país salido a fin de cuentas del reconocimiento internacional por Naciones Unidas.

A la vez, las otras potencias regionales han visto ampliado un terreno de juego en el que pueden pujar para afianzar o ampliar su influencia. Es el caso de la emergente Turquía, que jugó sus fichas por adelantado con una política exterior neo-otomana con un radio de acción sobre los territorios que pertenecieron en el pasado parte al desaparecido imperio de la Sublime Puerta.

Dos modelos compiten en esta geografía islámica: el del triunfante partido turco Justicia y Desarrollo (AKP) y el de las opulentas monarquías del golfo Pérsico; el primero quiere hacer compatible la democracia y la modernidad con la conservación de la identidad islámica, mientras que el segundo utiliza el islam y el petróleo para evitar cualquier democratización y preservar el poder de las oligarquías familiares.

También Irán observa los movimientos con peligrosa avidez geopolítica. Tiene sus buenos tentáculos en el mismo Irak organizado por Estados Unidos y confía en sacar tajada de la agitación entre la extensa población chiíta de la península Arábiga. Cuenta con mejorar sus relaciones con Egipto después de haberlo hecho con Turquía y cultiva los secretos de su proyecto nuclear como expresión de su soberana voluntad hegemónica en la zona. Y también se angustia ante la primavera árabe, que puede sembrar de nuevo la revuelta entre sus jóvenes, pero de momento amenaza con sustraerle al principal aliado de la zona que es Siria.

La libertad es indeterminación e incertidumbre. Todo se mueve, pero la dirección es dudosa. Sobre todo porque ya se ha visto que no hay nadie al volante de este vehículo lanzado por una pista llena de peligrosos virajes. Sin líderes y sin mapas. Con la geometría de las instituciones internacionales todavía amoldadas al mundo de la guerra fría. El vendaval financiero desatado en 2007 por las hipotecas subprime en Estados Unidos apenas ha permitido reformar al G-20 e incorporar a las nuevas potencias emergentes, la parte del mundo donde la economía crece, aunque con mediocres resultados a la hora de avanzar en la domesticación del desorden económico del mundo.

Inutilizado el G-8 por la fuerza de los hechos y sin capacidad de cuajo el G-20, siguen siendo las instituciones salidas de la victoria sobre Alemania y Japón en 1945 las únicas que de verdad cuentan, empezando por el Fondo Monetario Internacional, de crucial papel en la resolución de la crisis de las deudas soberanas europeas y del propio euro. Solo faltaba la caída en los infiernos de su director gerente, Dominique Strauss-Kahn, para que los europeos aparecieran en toda su fragilidad defendiendo su sustitución por otro europeo en vez de una personalidad de un país emergente.

La incapacidad del mundo para gobernarse es la foto ampliada de una incapacidad más próxima, la de los europeos para enfrentar los retos de la crisis, adaptarse a los desplazamientos de poder y adoptar políticas comunes coherentes en algunos capítulos imprescindibles, entre los que sobresalen sus políticas económica y monetaria, energética y medioambiental y exterior y de defensa. No sirve la Unión Europea, obligadamente ensimismada en la salvación de las deudas soberanas de los países del sur, y se halla asimismo averiada la Alianza Atlántica, escurridiza en Afganistán e irresolutiva en Libia.

Los inservibles soberanismos nacionales regresan de la mano de los populismos y las xenofobias, el miedo al inmigrante y la exclusión del extraño, que han hecho ya entrada en Parlamentos y Gobiernos. Al retorno de los brujos o de sus fantasmas le acompaña el derrumbe de la socialdemocracia, la fuerza política que más ha hecho por el Estado social en Europa, obligada ahora a desaparecer por el foro, después de rendirse y de recortarlo. Como en la década de los noventa en los Balcanes, la intervención militar en Libia ha revelado de nuevo la incapacidad ejecutiva de los europeos para resolver por sí solos los problemas de su entorno si no hay un claro y enérgico liderazgo de Washington. En aquel entonces, Bill Clinton se puso al frente, pero esta vez Barack Obama ha preferido acogerse a la paradoja de "liderar desde atrás". Después de las experiencias de Irak y Afganistán, con las montañas de una deuda que hipoteca el futuro, no hay recursos ni energías políticas para hacer otra cosa.

París y Washington han sido muy activos, junto a Londres, para obtener la resolución de Naciones Unidas que autoriza al uso de la fuerza para proteger a la población libia atacada por su déspota en jefe Muamar el Gadafi. La aprobación de la resolución en el Consejo de Seguridad, gracias a la abstención de Rusia y China, que no quisieron utilizar su derecho de veto, aportó dos sorpresas calificables de históricas y de largas consecuencias políticas: una mala, que Alemania también se abstuvo, en disonancia con Londres y París y como nueva demostración de la deriva que conduce a Berlín a políticas y decisiones cada vez menos europeístas; y otra buena, como ha sido la resurrección del deber de proteger a las poblaciones en riesgo de genocidio, del que se desprende el derecho de injerencia de la comunidad internacional en la soberanía de quienes ataquen o desprotejan a sus poblaciones.

Para Francia y Estados Unidos la intervención en Libia ha sido también un cierto lavado de cara después de su dudoso comportamiento con Túnez y Egipto. Ben Ali y Mubarak consiguieron consolidar e incluso prolongar sus dictaduras gracias, respectivamente, a las complicidades, en algunos casos con corrupción económica incluida, con políticos y gobernantes franceses, y a los intereses geoestratégicos de Estados Unidos e Israel en la estabilidad del entorno inmediato del canal de Suez, el Sinaí y la franja de Gaza.

Las dificultades y los virajes ante la primavera árabe son solo un reflejo del desorden del mundo. El cambio afecta a todos, incluso a los países democráticos y a las relaciones de vecindad entre las distintas potencias de la zona. Estados Unidos ya no está al mando, pero tampoco hay sustitutos. El secretario de Defensa saliente, Robert Gates, ha puesto dramáticamente el dedo en la llaga a propósito de los ataques de la OTAN contra el coronel Gadafi: si los europeos no se comprometen en su seguridad, el futuro de la Alianza está en peligro. Nunca las relaciones transatlánticas habían llegado a un punto más bajo.

A la salida del sueño del mundo gobernado multilateralmente sucedió el espejismo del planeta unipolar que debía calificar como definitivamente americano al siglo XXI. Pero el estallido multipolar que corona el primer decenio del siglo se está convirtiendo en la pesadilla de una globalidad volcánica, sin modelos ni dirección, en manos de los mercados y de la comunicación viral. En el mejor de los casos, un G-2, es decir, el mundo gobernado por dos, China y Estados Unidos. Y en el peor, en expresión de los expertos Ian Bremmer y David Gordon, un G-0, la silla del conductor vacía.

Las revoluciones árabes son un avatar de la globalización y su más violento coletazo. También son una forma de emergencia. Turquía, con un buen asiento en la mesa de juego, es un país emergente o si se quiere reemergente. A poco que salgan bien las cosas, también lo puede ser Egipto, aunque tiene un trecho enorme por recorrer. Pero donde mejor se expresa el carácter de las revueltas es en las ansias por vivir, trabajar y disfrutar de la libertad por parte de las nuevas generaciones árabes, unos jóvenes tan bien adaptados a las nuevas tecnologías de la información y de la comunicación como lo están las gentes de la misma edad del resto del mundo, y más específicamente los indignados que han ocupado las plazas españolas en protesta por las deficiencias de su sistema político ante la crisis y el paro. Es por tanto la emergencia de una generación global, que no se resigna a permanecer impávida en la mera aceptación del mundo en el que viven.

Así es como este terremoto geopolítico que ha hecho cambiar la geometría de las relaciones internacionales en apenas medio año no es más que una réplica, quizás la más intensa y concentrada, del movimiento sísmico que está desplazando el poder, la riqueza e incluso las ideas y valores desde el Occidente donde se asentaron durante los dos últimos siglos en dirección al sur y a oriente y también en el interior mismo de las sociedades, desde las zonas y clases hegemónicas hacia nuevas generaciones y grupos sociales.

La fuerza de este cambio viene también determinada por su velocidad. Todo sucede aceleradamente. Los acontecimientos de lo que llevamos de 2011 se amontonan: la primavera árabe, la exhibición de poderío militar de Obama frente a Osama, la catástrofe nuclear de Fukushima, los indignados en las plazas españolas, todo ello en un fondo de crisis europea que afecta a la gobernanza económica, a la estabilidad del euro y al mantenimiento del modelo social que ha caracterizado históricamente al continente.

La aceleración puede observarse también en el adelanto que llevan las previsiones sobre el sorpasso que está sufriendo Occidente de la mano de estos emergentes: según el FMI, la China que ya está en cabeza de la producción manufacturera mundial y del consumo de energía, igualará a Estados Unidos dentro de cinco años en PIB, mucho antes de lo que rezaban las anteriores previsiones. También India superará a Japón y se convertirá en la tercera economía mundial ya en 2016. Unas nuevas clases medias globales, surgidas de lo que hasta ahora eran los suburbios pobres del mundo, empujan con fuerza en todos los ámbitos: consumen más, quieren más oportunidades para estudiar y trabajar, exigen derechos y aspiran legítimamente a sus cuotas de poder en su país y en la gobernanza mundial. Todavía tardarán muchos años en atrapar a las clases medias europeas y americanas en nivel de renta y en capacidad adquisitiva, pero ya han conseguido hacerlo con su empuje demográfico y en su actitud eufórica ante el mundo cambiante. Unos se comportan de conformidad con quienes aspiran tan solo a mantener lo que tienen y los otros con el vitalismo de quienes se hallan en plena ascensión.

Las nuevas potencias ascendentes, en todo caso, van a lo suyo, a su interés y a su provecho. Es del todo lógico y nada puede reprochárseles en este capítulo. Ellos son los que menos sufren o se preocupan de las tres averías de la globalización: la medioambiental, la geopolítica y la económica. La que se ha declarado en Fukushima y nos ha proporcionado la ecuación irresoluble de unos costes energéticos que no cuadran con nuestros recursos, la que se ha abierto en el mundo árabe descomponiendo el sistema de alianzas que ha funcionado durante 70 años y la que se ha declarado con las cuentas de los países occidentales, obligados a recortar sus déficits públicos y a reformar sus sistemas de salud y de pensiones si no quieren terminar devorados por sus deudas.

Los emergentes ya tendrán tiempo más adelante, cuando termine su actual etapa de crecimiento acelerado, para preocuparse por estas y otras averías. Ahora son países optimistas que han transferido el sufrimiento y el victimismo a las clases medias europeas azotadas por la crisis. También el vértigo y la sensación de vacío son percepciones occidentales, que apenas sirve para países de potente demografía, economía boyante e incluso Gobiernos en nada ajenos a la peripecia del mundo global, pero ante todo asidos firmemente al volante de su propio automóvil y atentos a su carretera ascendente.




Fuente: ElPaís.com
Autor: Lluís Bassets, periodista. Director adjunto de EL PAÍS / España. Se ocupa de las páginas, artículos de Opinión y también publica el blog "Del alfiler al elefante".





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lunes, 11 de julio de 2011

Epidemia de malas ideas. Por Moisés Naím

¿Caerá Grecia? ¿Se llevará consigo al euro? ¿Qué sucede si Pakistán entra en un caos político, o si las revueltas árabes producen incontenibles oleadas de refugiados hacia Europa? ¿Qué es más amenazante para la estabilidad de la economía mundial: un eventual estancamiento de China o la explosión de la deuda pública en Estados Unidos? El mundo está lleno de fragilidades y las noticias nos lo recuerdan a diario. Pero también hay otro tipo de fragilidad que, aunque menos visible, puede ser igual de peligrosa: la fragilidad intelectual.

Me refiero a la creciente frecuencia con la que las malas ideas se transforman en decisiones que nos afectan a todos.

Los gobernantes siempre se han mostrado vulnerables a la seducción de las malas ideas, muchas veces potenciadas por intelectuales, periodistas y otros actores influyentes. Pero ahora, las nuevas tecnologías, la globalización y la creciente presión para responder con rapidez y audacia a los problemas -muchos de ellos sin precedentes- han acentuado esta fragilidad. Las malas ideas se popularizan y se esparcen rápidamente por el mundo, antes de que aparezcan sus defectos. Y lo que es peor: enfrentados a las crisis (políticas, económicas, militares), los líderes se ven cada vez más tentados a apostar en grande -vidas, dinero, capital político- basados en ideas espurias. La invasión de Irak es un buen ejemplo, como lo son también la reacción inicial a la crisis económica mundial o, más recientemente, a la de Grecia.

Esto no es nuevo. La historia está salpicada de teorías que se ponen de moda e inspiran políticas, para terminar siendo refutadas o reemplazadas por otras. Algunas, como el comunismo o el fascismo, son construcciones ambiciosas, que proponen Enlaceuna visión total del mundo. Otras son más modestas en su alcance. La teoría de la dependencia, la curva de Laffer popularizada por Ronald Reagan, la presunta superioridad de la cultura gerencial japonesa o la idea de que es inteligente invertir grandes sumas en compañías de Internet sin ingresos fueron conceptos populares, luego demolidos por la realidad.

Igualmente hay buenas ideas que, después de ganar cierta notoriedad, son ignoradas porque resultan políticamente onerosas. La crisis económica puso sobre la mesa la necesidad de dotar al mundo de una "nueva arquitectura financiera". Hoy la necesidad sigue en pie, pero la propuesta ha pasado de moda y ya no cuenta con el apoyo que tenía durante el clímax del pánico financiero.

Si bien el ciclo nacimiento, apogeo y descarte (algunas veces incluso resurrección) ha sido una constante histórica de las ideas que influyen sobre grandes decisiones, su duración se ha abreviado. Esta aceleración se traduce en la volatilidad de las políticas, en detrimento de la adopción de alternativas más sólidas y duraderas.

La creciente necesidad de respuestas para problemas tan nuevos como amenazantes aumenta la probabilidad de que malas ideas se transformen en decisiones. A los jefes de empresa se les exige más resultados y más rápido; los dirigentes políticos se enfrentan a electorados cada vez más impacientes, los funcionarios están obligados a improvisar respuestas a emergencias sin precedentes... Así, las "soluciones milagrosas" e instantáneas se imponen a buenas propuestas que tardan en dar frutos. Aunque tarde o temprano las malas ideas quedan en evidencia y son descartadas, algunas duran lo suficiente como para causar grandes daños. Y cabe el riesgo de que sean sustituidas por una nueva "buena" idea igualmente engañosa y efímera. Un círculo vicioso.

Esta volatilidad intelectual es amplificada por las nuevas tecnologías de la información. Si bien la rapidez y la comodidad con las que nos comunicamos facilitan el escrutinio y la crítica de ideas y propuestas, no es menos cierto que el volumen y la velocidad de la información que circula por estos canales superan nuestra capacidad de discernimiento, aprendizaje, ponderación y reacción. En medio de un flujo continuo de datos, es imposible discriminar el ruido de todo lo demás. Qué idea es válida y qué crítica es ilegítima, tendenciosa o errónea. En este caso, a menudo, más es menos: cuanto más debate, menos claridad. Tanta información aumenta los costes de averiguar a qué y a quién creer.

Como pasa con muchos problemas, la fragilidad intelectual de estos tiempos no tiene remedios simples. Es inevitable que nuestros dirigentes sigan siendo seducidos por imposturas intelectuales, con los consabidos resultados indeseables. Pero, como lo han demostrado tanto los ataques terroristas como la crisis financiera, el primer paso para ser menos vulnerables a los encantos de las malas ideas es reconocer nuestra preocupante propensión a adoptarlas. Es tan prioritario estar alerta a la creciente influencia de las malas ideas como a los terroristas suicidas o a las letales innovaciones financieras.





Fuente: El País.com
Autor: Moisés Naím. Venezolano, ex ministro de Industria y Comercio de Venezuela entre 1989 y 1990 y antiguo director ejecutivo del Banco Mundial. Director en jefe de la edición norteamericana de Foreign Policy y columnista de El País, Financial Times, Newsweek, Corriere della Sera, L'Espresso, TIME, Le Monde, Berliner Zeitung entre otras publicaciones.


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