miércoles, 19 de mayo de 2010

Miedo, rebelión, libertad. Por Federico Mayor Zaragoza

Todos deberíamos leer y releer la Declaración Universal de los Derechos Humanos para convencernos de que vale la pena seguir luchando en favor de los grandes valores éticos. Para que nos apercibamos de que estamos dotados de razón para remediar la tentación de la fuerza. Es apremiante esta lectura activa, porque no se están rectificando los rumbos. No se está yendo decididamente de la plutocracia al multilateralismo. No se está acabando con los paraísos fiscales, que hacen posible los tráficos de toda índole (drogas, armas, personas…). No se están erradicando ni la especulación ni la economía irresponsable. No se está contrarrestando la excesiva concentración del poder mediático. No se están iniciando los pasos conducentes a un nuevo modelo productivo de desarrollo global sostenible. Como antes de la crisis, lo único importante es negociar, vender, producir lo más barato posible mediante una deslocalización hacia el Este que no tiene en cuenta cómo viven los “productores” de estos países ni si se observan sus derechos humanos.

Las instituciones públicas como el Fondo Monetario Internacional y el Banco Mundial, así como instituciones privadas de dudosa imparcialidad, están –cuando no supieron prever ni prevenir la crisis–actuando de forma interesada en favor de los mismos que originaron la grave situación presente. ¿Y qué hacen las comunidades científica, académica, artística? En general, son espectadores distraídos, que no reflexionan suficientemente sobre los grandes problemas ni actúan en consecuencia.

Ha llegado el momento de reaccionar frente a quienes pretenden que el mundo sea, simplemente, un inmenso mercado y los habitantes de la tierra tan sólo consumidores. Ha llegado el momento de aplicar el acervo del conocimiento disponible para encarar los desafíos de la naturaleza enfurecida.

Hay que sobreponerse a la apatía, al temor. Dice así el primer párrafo del preámbulo de la Declaración Universal: “… Se ha proclamado, como aspiración más elevada del hombre, el advenimiento de un mundo en el que los seres humanos, liberados del miedo y de la miseria, disfruten de la libertad de palabra y de la libertad de creencia…”.

Desde siempre, la existencia humana ha discurrido en espacios muy limitados, territorial y anímicamente, de tal modo que, con la excepción de grandes pensadores capaces de sobrellevar su confinamiento, las personas vivían temerosas de lejanos dioses y señores más próximos. Se ha hecho secularmente todo lo posible para que los ciudadanos no pudieran abandonar su condición de vasallos. La educación se ha limitado siempre –hasta la década de los noventa del siglo pasado– a la alfabetización y formación básica por parte de los países coloniales, y los sistemas autoritarios han propiciado el adoctrinamiento, la dependencia, la pertenencia sin discrepancias. La ignorancia –no hay mayor ignorancia que la del hombre cercado y el “pensamiento secuestrado”, en expresión de Susan George– conduce a la superstición. Y así se genera el fanatismo, el dogmatismo, la obcecación, el acobardamiento.

Cuando por fin hay quienes logran ser “educados”, es decir, “ser ellos mismos”, cuando se está a punto de no ser sólo contado en los comicios electorales, sino contar y ser tenido en cuenta, entonces se despliegan las inmensas alas del poder mediático que los reduce a espectadores impasibles, a testigos indiferentes a quienes se activa y desactiva como con la famosa campana de Pavlov.

Hasta que un día, después de años y años de democracias frágiles y maniobreras, llega, con la moderna tecnología de la comunicación, la posibilidad de construir en el ciberespacio lo que hasta ahora se ha podido evitar en la “vida real”. Hoy es ya posible modificar con la telefonía móvil, Internet, etc., la realidad tercamente acuñada, siempre imperturbable; movilizar a millones de seres humanos que pueden, por fin, unir sus voces y anhelos; y llevar a cabo la revuelta, pacífica pero firme, que los guardianes de la inercia y de los privilegios no dejaban ni siquiera esbozar. Y es que desconocían el próximo párrafo del preámbulo de la Declaración Universal: “Considerando esencial que los derechos humanos sean protegidos por un régimen de derecho, a fin de que el hombre no se vea compelido al supremo recurso a la rebelión contra la tiranía y la opresión…”. Todo aquello que sojuzgue y reduzca a los seres humanos debe eliminarse si se pretende evitar la justa reacción popular de quienes tanto han padecido, tanto padecen.

Pero pasar de receptores inocuos a emisores activos era muy difícil y, con frecuencia, arriesgado. Aparte –y no siempre– de las urnas, otras formas de expresión carecían de influencia y se hallaban con frecuencia trucadas. Pero con la participación no presencial, el panorama de la emancipación ciudadana en relación al poder cambiará radicalmente en muy pocos años.
De este modo, en menos tiempo del que muchos calculan, el siglo XXI será, por fin, el siglo de la gente, el siglo de la fuerza de la razón y nunca más de la razón de la fuerza, de la historia a la altura de las facultades que distinguen a todo ser humano único, terminando de este modo la historia descrita por Fukuyama, que tanto ha empañado la dignidad de la humanidad desde el origen de los tiempos. Se llevará así a efecto el último “considerando” del preámbulo de la Declaración que he querido comentar en este artículo: “Considerando que los pueblos de las Naciones Unidas han reafirmado en la Carta su fe en los derechos fundamentales del hombre, en la dignidad y el valor de la persona y en la igualdad de derechos de hombres y mujeres, y se han declarado resueltos a promover el progreso social y a elevar el nivel de vida dentro de un concepto más amplio de la libertad”.




Fuente: Publico.es
Autor: Federico Mayor Zaragoza (1934-) destacado científico y alto funcionario internacional español. Fue Director General de la Unesco entre 1987 y 1999. Y actualmente es presidente de la Fundación Cultura de Paz.
Ilustración: Federico Yankelevich / Público.es

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viernes, 7 de mayo de 2010

Llega el fin del mundo... y nos gusta. Por Luis Muiño

Prevemos la catástrofe, pero creemos que no nos afectará

En los próximos meses, una auténtica batería de películas no sólo catastrofistas, sino directamente apocalípticas, aterriza en nuestras pantallas. Por alguna razón, parece que el fin del mundo y el exterminio de la especie humana venden
Uno de los textos más antiguos de la historia de la humanidad es una tablilla babilónica en la cual el autor se lamenta del rumbo que está tomando la sociedad. Con tono de queja, explica que todo está lleno de corrupción, que la juventud ha perdido los valores y que "las cosas ya no son como antes". Al final del texto, el autor vaticina que el mundo está tocando a su fin. Se avecina una gran catástrofe que acabará con todos estos problemas…

Tiempo después, el zoroastrismo hablaba también del fin de los tiempos. Según Zaratustra, este acontecerá cuando Ahura Mazda derrote a Angra Mainyu (el dios del caos). Por las alusiones que dejó en el Avesta, Zaratustra debió de pensar que el gran apocalipsis ocurriría poco después de su muerte. Pero como eso no sucedió, dejó a sus fieles conviviendo con la inquietante sensación de que uno de estos siglos el mundo llegará a su catastrófico fin. Después del zoroastrismo, cientos de religiones han usado imágenes escatológicas para mantener a sus adeptos en vilo. Las pesadillas dantescas del Libro de Daniel del Antiguo Testamento y el Tanaj hebreo, las catástrofes anunciadas por el Libro del Apocalipsis, las continuas alusiones a la inminencia del fin del mundo en los primeros tiempos del luteranismo o los sucesivamente aplazados cataclismos de los Adventistas del Séptimo Día son sólo algunos de los ejemplos más famosos.

Millones de personas han aceptado a lo largo de la historia el sentimiento de que el fin del mundo era inminente. Ya juzgar por el éxito actual del catastrofismo, la atracción por las imágenes de destrucción sigue vigente. En el cine, Roland Emmerich nos vuelve a asustar este año con otra película de catástrofes. Esta vez se basa en el supuesto cataclismo previsto por los mayas, allá por diciembre del año 2012. A pesar de la supuesta excusa histórica, la película es tan fantástica como todas sus realizaciones anteriores: esa fecha era simplemente la última del ciclo en el calendario maya - semejante a nuestros 31 de diciembre- y nunca tuvo para aquella cultura andina connotaciones negativas. Pero seguro que las imágenes impactarán como lo hicieron las de Independence Day o El día después.



En la literatura, Cormac McCarthy - el último outsider de las letras estadounidenses- ha hecho un éxito de su última novela, La carretera de nuevo (The Road), el atractivo de lo catastrófico- adictiva. Y el libro se ha acabado convirtiendo en uno de los más vendidos en todo el mundo.

Y en la cultura popular, el último gran fenómeno en EE.UU. es Left behind, una trilogía de películas de bajo presupuesto en la que se desarrollan en narraciones literales de los pasajes más espectaculares del Apocalipsis. Las películas han recaudado millones de dólares para las arcas evangelistas, a los que habrá que sumar el dinero que se consiga con los videojuegos y otros productos de mercadotecnia.

El filón del catastrofismo sigue dando dividendos. Parece que la fascinación por el fin del mundo es atemporal: algo hay en los seres humanos que nos hace proclives al atractivo de la destrucción.

Una primera pista acerca de la razón que nos lleva a recrearnos en los apocalipsis es que nunca son completamente destructivos. Si nos fijamos en los ejemplos anteriores, tanto históricos como actuales, es fácil darse cuenta de que siempre hay personas que se salvan de la catástrofe. Por supuesto, los elegidos son los buenos. El siguiente paso parece obvio: esos supervivientes seremos nosotros.

El atractivo del milenarismo tiene que ver con un fenómeno psicológico paradójico pero comprensible: los seres humanos podemos ser, a la vez, pesimistas con respecto al mundo y optimistas cuando pensamos en nosotros mismos. De hecho, la contradicción entre nuestra visión global del futuro y la que tenemos de nosotros mismos ha llamado siempre la atención a los que nos dedicamos a la salud mental. La contradicción está ahí y, por lo visto, forma parte de la idiosincrasia del ser humano. Las estadísticas lo reflejan: mientras que la mayoría de la gente es optimista con respecto a sí misma, un porcentaje elevado de las personas juzga que las cosas (en la sociedad, en la política, en la naturaleza…) no van tan bien.

Un ejemplo de este fenómeno enlaza con el gusto por el catastrofismo. En una reciente investigación, el psicólogo Martin Seligman descubrió que cuando se pregunta a los estadounidenses cuáles son la posibilidades de una guerra nuclear en los próximos diez años, un gran porcentaje las sitúan en el 50%. Pero cuando el interrogante es qué esperan de sus vidas en ese mismo periodo de tiempo, el 80% contesta que confía en que las cosas le vayan mejor que en la actualidad. Es decir: la mayoría de las personas cree que el fin del mundo va a llegar, porque "las cosas van muy mal". Pero el drama sólo afectará a los demás: ellos estarán entre los elegidos para seguir viviendo.

¿A qué se debe esta discrepancia entre nuestra visión benévola de nuestro futuro y nuestra previsión crítica y acerada de la marcha de la humanidad? Aunque desde el punto de vista lógico esta dicotomía resulte contradictoria, el dilema es fácil de resolver si pensamos que nuestra mente no está hecha para alcanzar la verdad. Su sentido adaptativo real es darnos una imagen del mundo que nos sirva para sobrevivir. Por eso, el pesimismo ante las personas y ante el mundo puede ser adaptativo: nos permite protegernos, nos permite estar alerta ante los peligros. La inquietante sensación de que las cosas van a peor nos ayuda a ser precavidos. Sin embargo, con nosotros mismos es mejor que seamos optimistas, para tener la motivación y las fuerzas suficientes para seguir adelante.

El catastrofismo es, de alguna manera, el clímax de este fenómeno de "todo-acabará-mal-menos-lomío". Cuando no vemos nuestras posturas triunfar en el mundo o cuando observamos cómo otros tienen lo que nosotros anhelamos, la idea de un final de los tiempos catastrófico que ponga las cosas en su sitio (es decir, en el sitio en que nos gustaría que estuviesen) es reconfortante. Como nos recuerda el historiador Damian Thompson en su libro El fin del tiempo, "el apocaliptismo es un género nacido de la crisis, destinado a afirmar la resolución de una comunidad sitiada, haciendo oscilar ante sus ojos la visión de una liberación repentina y permanente de su cautividad. Se trata de literatura clandestina, el consuelo de los perseguidos".

Las imágenes catastrofistas tienen un efecto relajante. Cuando conectamos con el mensaje de alguna película o libro de este género, sentimos que estamos en un escenario en el que ya ha acabado todo lo malo que había en el planeta Tierra. El principio de este tipo de narrativas nos sitúa en un mundo nuevo lleno de posibilidades.

Un contexto que no es nuevo. De hecho, es semejante a lo que trasmitía el milenarismo religioso: el Apocalipsis iba seguido de la resurrección de los muertos y la felicidad de los que salían bien parados del juicio divino. Otro historiador, George Duby, habla así en su libro Año 1000, año 2000. La huella de nuestros miedos acerca del sentimiento que embargaba a los habitantes de Europa cuando se acercaba el final del primer milenio: "Tengo la certeza de que existía una espera permanente, inquieta, del fin del mundo: el Evangelio anuncia que Cristo volverá algún día, que los muertos resucitarán y que Él apartará a los buenos de los malos. Todo el mundo lo creía, y esperaba ese día de la ira que provocaría sin duda la confusión y la destrucción de todo lo visible. (…) El apocalipsis producía temor, pero también esperanza; después de las tribulaciones empezaría un lapso de paz que precedería al Juicio Final, un periodo más fácil de vivir que el cotidiano. Cuando se desgarrara el velo, iba a empezar un largo tiempo en que los hombres por fin vivirían felices en paz e igualdad. El hombre medieval se hallaba en estado de debilidad ante las fuerzas de la naturaleza, vivía en un estado de precariedad material comparable al de los pueblos más pobres de África de hoy. A la mayoría, la vida le resultaba dura y dolorosa. Pero la gente esperaba que, acabado un lapso de terribles penurias, la humanidad iría hacia el paraíso o bien hacia ese mundo, liberado del mal, que debería instaurarse después de la venida del Anticristo".

El atractivo del catastrofismo consiste en esa esperanza que proporciona un mundo que empieza de nuevo. Pero, evidentemente, no todo es positivo en esa táctica de optimismo egoísta. Creer que todo va mal y pensar que se avecina el colapso mundial nos lleva a una sensación de inquietud que desemboca fácilmente en falta de solidaridad. En el momento en que pensamos que los demás están provocando una catástrofe, nos alejamos emocionalmente de ellos. Los despersonalizamos y dejan de darnos pena, porque "ellos han merecido su final". Nosotros, los buenos, no podemos hacer nada por aquellos que provocan su propia catástrofe…

Hay mucha investigación acerca de este egoísmo del estrés previo a la catástrofe. Los experimentos consisten en crear ese estado en sujetos voluntarios y luego evaluarles. El resultado es rotundo: las personas que sienten esa angustia agorera son más remisas a la hora de ayudar a un extraño, están menos dispuestas a reconocer diferencias individuales entre personas - síndrome de desindividuación, "todos son iguales"- y, quizás por eso, son más proclives a administrar unas pequeñas descargas eléctricas a otros individuos. Es decir, si alguien cree que se avecina una catástrofe, se instala en la psicología del sálvese-quien-pueda. Por eso hay analistas como Naomi Klein - en su último libro, La doctrina del shock -que advierten contra la gestión oportunista del desastre por los gobiernos y empresas, que usan la cultura del miedo para eliminar los derechos civiles. El miedo, según esta autora, nos hace menos solidarios. La idea de que los demás se acercan a su perdición puede parecer consoladora: "Cada paso que da el zorro le acerca a la peletería", reza un terrible dicho. Pero recrearnos en el fin de los malos es un error en un mundo en el que todos vamos en el mismo barco.

En una reciente entrevista para la televisión panameña, le preguntaban a Ronald Emmerich si alguna vez pensaba destruir el canal de Panamá en una de sus películas. El director de cine responde que no y el entrevistador sonríe aliviado. Parece pensar que en un mundo devastado ese paso servirá para algo. Es lo que tiene el egoísmo: parece una táctica útil, pero a medio plazo es absurda.


Recomiendo los siguientes artículos relacionados a este:
- Adiós, mundo cruel... Cuando las malas noticias arrecian, Hollywood se apunta al cine apocalíptico. Por Rocío Ayuso / El País, España.
- Luz, cámara... apocalipsis. Tendencia: el cine vuelve a mirar el futuro con pesimismo. Por Marcelo Stiletano / La Nación, Argentina. Tato


Fuente: Vanguardia.es
Autor: Luis Muiño, psicoterapeuta, periodista y escritor español. Trabajado con Médicos Sin Fronteras en El Salvador anteriormente, con Médicos del Mundo, en campos de refugiados después de la guerra de Kósovo. En Madrid, ha trabajado con Médicos del Mundo en la Unidad Móvil que atiende a Toxicómanos y en la que atiende a mujeres que ejercen la prostitución. Actualmente colabora con la Casa de Refugiados de los Mercedarios desarrollando un proyecto de psicoterapia con menores desde una orientación transcultural. Tiene un programa en Radio 5 "Todo Noticias" (RNE) titulado "El factor humano". Escribe para la revista ”Muy Interesante”, el suplemento ES del periódico “La Vanguardia” y en la revista “Mi pediatra”.
Fotografía: 2012 / Roland Emmerich / Sony Pictures

Operación Redimensionamiento / Ojo Adventista: vale mencionar que este articulo fue originalmente publicado el viernes 9 de octubre de 2009 en Estatologico y Ojo Adventista.

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