lunes, 28 de noviembre de 2011

El Heraldo golfo del Apocalipsis. Por Manuel Vicent

No le conocían, ni lo habían visto nunca en persona, pero algunos ricachones pronunciaban su nombre en voz baja, con admiración, en los campos de golf, desde Sotogrande hasta Palm Beach, en los salones enmaderados de los clubes financieros, en las suites de los hoteles de superlujo, en las popas de yates de 70 metros de eslora, en los insonorizados despachos de algunos banqueros, en los puestos de las monterías con el rifle de mira telescópica en la mano. Su nombre, Bernard Madoff, se trasmitía con medias palabras como una clave secreta que abría una extraña caja fuerte de Wall Street, solo accesible a algunos privilegiados. No era suficiente ser absolutamente multimillonario para ingresar en su orden. Al principio Madoff se daba el gusto de rechazar a clientes muy adinerados si carecían de cierto glamour. Había que tener la suerte de que te eligiera, y en ese caso debías entregarle una cantidad importante de millones, nunca menos de cincuenta, un excedente de tu riqueza, y esperar a que por arte de magia él la multiplicara, le sacara grandes beneficios incluso en años malos, mientras tú te rascabas la barriga y seguías jugando al golf, o navegando en yate, o matando venados. Nadie se explica que tiburones con cuatro filas de dientes avezados en dar dentelladas muy certeras se convirtieran en simples boquerones a merced de este estafador. No es tan raro si se tiene en cuenta que la codicia humana pica siempre el mismo anzuelo, lo mismo en Wall Street que a la salida de la estación de Atocha donde un cateto recién llegado a la ciudad es estafado con el timo de la estampita por alguien que se hace pasar por lelo.

Se sentaba visiblemente en el primer banco de la sinagoga principal de Manhattan con la familia, su mujer Ruth, sus hijos Mark y Andrew. Ejercía la caridad con los menos afortunados de la comunidad judía. Llevaba su vida dentro de un lujo preservado, sin estridencias horteras. Pasaba por ser un genio de las finanzas, pero todo su arte consistía en enmascarar su negocio, de forma que los auditores no descubrieran que se trataba de una pirámide financiera vulgar, aunque coronada con nombres estelares, gente muy sonora de Hollywood, como Spielberg, o de Elie Wiesel, superviviente del Holocausto y premio Nobel de la Paz, de banqueros europeos, de modelos, deportistas de élite, artistas famosos. Pagar los intereses a los de arriba con la inversión de los fondos y del dinero privado que recibía por la base, ese era todo el misterio. Al principio solo admitía los millones de quienes sabía que no se los iban a exigir de forma perentoria. A esta gente le bastaba con la vanidad de sentirse amparados por la fórmula mágica de este misterioso personaje rey de Wall Street, Bernard Madoff Investment Securities.

Algunos tiburones que le habían cedido su dinero para que lo multiplicara mientras ellos jugaban al golf tranquilamente en Boca Ratón comenzaron a oler a mierda cuando les llegó el rumor de que Bernard Madoff ya admitía dinero de cualquiera, blanco o negro, limpio o sucio, sin preguntar el pedigrí ni importarle su glamour. ¿Cómo Madoff anda buscando dinero a la desesperada de los salchicheros, de constructores de medio pelo, de los ahorros de amas de casa? Había que largarse. Aunque la caída final de la pirámide y la detención del faraón por el FBI no se produjo hasta el 11 de diciembre de 2008, las primeras señales del cataclismo se comenzaron a sentir al inicio de ese verano. Y en este sentido Bernard Madoff fue el heraldo que anunció el apocalipsis financiero mundial que se acercaba y solo por eso pasará a la historia, que ahora va a filmar Robert de Niro. Poco después, el 15 de septiembre, entró en quiebra Lehman Brothers y se esfumaron 430.000 millones de dólares y 100.000 entidades financieras y fondos de pensiones cayeron en el abismo.

Aunque Madoff ha sido condenado a 150 años de prisión, y su hijo Mark, un 11 de diciembre, después de felicitar la Navidad a los aparcacoches, se colgó de una tubería con un collar de perro con un hijo de dos años en la habitación de al lado, esta estafa de 50.000 millones de dólares no es distinta a la que sufre el cateto que se cree listo a la salida de la estación de Atocha. La crisis comenzó por un timo de la estampita.






Fuente: ElPais.com
Autor: Manuel Vicent (España, 1936-) Escritor, periodista y galerista de arte. Licenciado en Derecho y Filosofía por la Universidad de Valencia y Periodismo en la Escuela Oficial de Madrid. Autor de más de 15 obras y Premios Alfaguara de Novela (1966), González Ruano (1979), Nadal (1987), Francisco Cerecedo de Periodismo (1994), Alimentos de España (1994), Alfaguara de Novela (1999).
Fotografía: Bernard Madoff / autor Eduardo Arroyo






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martes, 15 de noviembre de 2011

La muerte del optimismo en EEUU. Por Antonio Caño

Un sondeo de opinión del diario 'The New York Times' refleja el bajo estado de ánimo de los norteamericanos, que se sienten mejor representados por los grupo radicales que por el Congreso
El movimiento Ocupa Wall Street puede ser pequeño y desorganizado, el Tea Party puede ser extremista y racista, pero ambos reflejan hoy el estado de ánimo de los norteamericanos mejor que el Congreso, la representación legítima del poder popular, y gozan de mayor respaldo que el Gobierno surgido de las urnas. Estados Unidos vive un momento, infrecuente en su historia, en que el pesimismo y la desconfianza en las instituciones condicionan gravemente su futuro.

Según una encuesta del diario The New York Times y la cadena CBS, un 25% de la población tiene una opinión favorable de Ocupa Wall Street y un 46% considera que sus reivindicaciones coinciden con las de una mayoría de norteamericanos. En ese mismo sondeo, un 9% apoya la actuación del Congreso, un 10% respalda al Gobierno y un 46% ve de forma favorable la gestión de Barack Obama. En otra encuesta, en febrero pasado, un 27% creía que el Tea Party es una muestra de las preocupaciones de todos los ciudadanos de este país.

Incluso admitiendo el valor relativo de las encuestas, muy influidas por la cobertura de los medios de comunicación, y aún considerando el riesgo de valorar un estado de ánimo en un sistema político cuya única expresión válida es la del voto, se puede reconocer en esas cifras, y en otras que llevan certificando esa tendencia desde hace meses, que EE UU atraviesa por una crisis de identidad que es, al mismo tiempo, reflejo y consecuencia de su crisis económica y política.

Si se observa la medición diaria de la página web RealClearPolitics, la pérdida de confianza en el Congreso ha ido en aumento, casi de forma constante, desde hace más de dos años. Ninguno de los dos partidos concita particular entusiasmo: demócratas y republicanos están empatados en cuanto a su aceptación popular, un 42%. Lo mismo se puede decir en cuanto al número de personas que consideran que el país camina en dirección equivocada, que crece sin cesar y hoy llega al 75%.

Ese pesimismo es el síntoma más grave de los nuevos tiempos. EE UU no es muy diferente, en este sentido, a otros países europeos en los que las malas condiciones económicas y la falta de respuestas de la clase política han generado escepticismo hacia las instituciones democráticas y, en algunos casos, movimientos de protesta similares a los de Ocupa Wall Street, como el de los indignados en España. El equivalente al Tea Party puede encontrarse en el ascenso de las fuerzas de extrema derecha en países de Europa, y en la germinación de una fea rivalidad cultural entre la Europa del Norte y la del Sur.

La particularidad de EE UU radica en que ese pesimismo es mucho más destructivo en un país, como este, basado en la iniciativa individual y la confianza del ciudadano en su sociedad. Los sistemas europeos, en alguna medida, funcionan por encima del ciudadano. Aquí, el éxito del país está esencialmente vinculado al éxito de sus individuos, léase Steve Jobs. El optimismo es la principal fuerza motriz de una economía cuyas dos terceras partes dependen del consumo privado, una actividad que está íntimamente relacionada con la confianza en el futuro, es decir, con el optimismo.

Los norteamericanos no encuentran muchas razones para ser optimistas. Un 66% creen que la distribución de la riqueza es injusta, y los datos les dan la razón. Un informe de la Oficina del Presupuesto del Congreso, la institución más respetada del país en materia económica, certificaba el miércoles que, tal como dicen en Ocupa Wall Street, el 1% de la población ha doblado sus ingresos en los últimos 30 años, mientras que la quinta parte más pobre los ha aumentado en un 18%.

Sin embargo, la injusticia distributiva no explica todo el abatimiento actual. De hecho, ese desequilibrio se viene produciendo desde Ronald Reagan y su famosa política del goteo, y solo ahora aparece como un inconveniente en una nación en la que hacer dinero, cuanto más mejor, nunca ha sido pecado. Ese problema ha ascendido en la lista de reivindicaciones ciudadanas en la medida en que han crecido también otros que atormentan y desmoralizan a las familias, problemas como el desempleo, los desahucios de viviendas y las deudas por estudios, que desalientan a millones de jóvenes en un terreno que es esencial para el futuro.

Sobre esos tres asuntos está ofreciendo propuestas estos días el presidente Obama. Ha presentado un plan de inversión pública para estimular la economía, otro para la refinanciación más favorable de las hipotecas y uno más, este miércoles, para reducir los pagos que los estudiantes tienen que desembolsar por sus matrículas, que suelen prolongarse durante muchos años. Todos ellos son planes que han recibido mayormente elogios entre los especialistas y que recogen ideas que en el pasado han sostenido tanto demócratas como republicanos. Pero difícilmente esos planes van a resolver los problemas porque, desgraciadamente, su autor, Obama, es hoy parte del problema.

Esta es la tercera pata de la crisis de confianza en EE UU, la decepción por la situación política. Decepción, primero, con la gestión de Obama, quien siendo todavía apreciablemente respaldado, no ha traído el gigantesco cambio que parecía anunciarse.

El carácter de los estadounidenses se ha envenenado en estos tiempos. Por primera vez en su historia reaccionan con complejos ante un competidor: China. En los años ochenta y noventa del siglo pasado estaban preocupados por la competencia de Japón, pero aquello resultó un revulsivo. Ahora están asustados ante el ascenso de sus rivales, y, tanto en la derecha como en la izquierda, claman por más proteccionismo y más aislacionismo, la dirección contraria al instinto natural de este país.






Fuente: El Pais.com
Autor: Antonio Caño lleva más de 30 años de dedicación a la cobertura y análisis de la actualidad internacional, la mitad de ellos vividos en EE UU y América Latina. Actualmente, es corresponsal en Washington y jefe del Bureau EEUU de El País de España. Editor del blog "Ala Oeste".
Fotografía: An Occupy Denver protester is handcuffed while a police officer holds his knee to his head. The protester was tackled when he called police officers a profane name while walking past them as they were arresting people on the 16th Street Mall in Denver. Hundreds of Occupy Denver protesters marched through downtown, and police eventually removed all the protesters from Civic Center Park. Another march down the 16th Street Mall resulted in more arrests / Leah Millis. AP






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martes, 8 de noviembre de 2011

La globalización de la protesta. Por Joseph E. Stiglitz

El movimiento de protesta que nació en enero en Túnez, para luego extenderse a Egipto y de allí a España, ya es global: la marea de protestas llegó a Wall Street y a diversas ciudades de Estados Unidos. La globalización y la tecnología moderna ahora permiten a los movimientos sociales trascender las fronteras tan velozmente como las ideas. Y la protesta social halló en todas partes terreno fértil: hay una sensación de que el “sistema” fracasó, sumada a la convicción de que, incluso en una democracia, el proceso electoral no resuelve las cosas, o por lo menos, no las resuelve si no hay de por medio una fuerte presión en las calles.

En mayo visité el escenario de las protestas tunecinas; en julio, hablé con los indignados españoles; de allí partí para reunirme con los jóvenes revolucionarios egipcios en la plaza Tahrir de El Cairo; y hace unas pocas semanas, conversé en Nueva York con los manifestantes del movimiento Ocupar Wall Street. Hay una misma idea que se repite en todos los casos, y que el movimiento OWS expresa en una frase muy sencilla: “Somos el 99%”.

Este eslogan remite al título de un artículo que publiqué hace poco. El artículo se titula “Del 1%, por el 1% y para el 1%”, y en él describo el enorme aumento de la desigualdad en los Estados Unidos: el 1% de la población controla más del 40% de la riqueza y recibe más del 20% de los ingresos. Y los miembros de este selecto estrato no siempre reciben estas generosas gratificaciones porque hayan contribuido más a la sociedad (esta justificación de la desigualdad quedó totalmente vaciada de sentido a la vista de las bonificaciones y de los rescates); sino que a menudo las reciben porque, hablando mal y pronto, son exitosos (y en ocasiones corruptos) buscadores de rentas.

No voy a negar que dentro de ese 1% hay algunas personas que dieron mucho de sí. De hecho, los beneficios sociales de muchas innovaciones reales (por contraposición a los novedosos “productos” financieros que terminaron provocando un desastre en la economía mundial) suelen superar con creces lo que reciben por ellas sus creadores.

Pero, en todo el mundo, la influencia política y las prácticas anticompetitivas (que a menudo se sostienen gracias a la política) fueron un factor central del aumento de la desigualdad económica. Una tendencia reforzada por sistemas tributarios en los que un multimillonario como Warren Buffett paga menos impuestos que su secretaria (como porcentaje de sus respectivos ingresos) o donde los especuladores que contribuyeron a colapsar la economía global tributan a tasas menores que quienes ganan sus ingresos trabajando.

Se han publicado en estos últimos años diversas investigaciones que muestran lo importantes que son las ideas de justicia y lo arraigadas que están en las personas. Los manifestantes de España y de otros países tienen derecho a estar indignados: tenemos un sistema donde a los banqueros se los rescató, y a sus víctimas se las abandonó para que se las arreglen como puedan. Para peor, los banqueros están otra vez en sus escritorios, ganando bonificaciones que superan lo que la mayoría de los trabajadores esperan ganar en toda una vida, mientras que muchos jóvenes que estudiaron con esfuerzo y respetaron todas las reglas ahora están sin perspectivas de encontrar un empleo gratificante.

El aumento de la desigualdad es producto de una espiral viciosa: los ricos rentistas usan su riqueza para impulsar leyes que protegen y aumentan su riqueza (y su influencia). En la famosa sentencia del caso Citizens United, la Corte Suprema de los Estados Unidos dio a las corporaciones rienda suelta para influir con su dinero en el rumbo de la política. Pero mientras los ricos pueden usar sus fortunas para hacer oír sus opiniones, en la protesta callejera la policía no me dejó usar un megáfono para dirigirme a los manifestantes del OWS.

A nadie se le escapó este contraste: por un lado, una democracia hiperregulada, por el otro, la banca desregulada. Pero los manifestantes son ingeniosos: para que todos pudieran oírme, la multitud repetía lo que yo decía; y para no interrumpir con aplausos este “diálogo”, expresaban su acuerdo haciendo gestos elocuentes con las manos.

Tienen razón los manifestantes cuando dicen que algo está mal en nuestro “sistema”. En todas partes del mundo tenemos recursos subutilizados (personas que desean trabajar, máquinas ociosas, edificios vacíos) y enormes necesidades insatisfechas: combatir la pobreza, fomentar el desarrollo, readaptar la economía para enfrentar el calentamiento global (y esta lista es incompleta). En los Estados Unidos, en los últimos años se ejecutaron más de siete millones de hipotecas, y ahora tenemos hogares vacíos y personas sin hogar.

Una crítica que se les hace a los manifestantes es que no tienen un programa. Pero eso supone olvidar cuál es el sentido de los movimientos de protesta. Son ellos una expresión de frustración con el proceso electoral. Son una alarma.

Las protestas globalifóbicas de 1999 en Seattle, en lo que estaba previsto como la inauguración de una nueva ronda de conversaciones comerciales, llamaron la atención sobre las fallas de la globalización y de las instituciones y los acuerdos internacionales que la gobiernan. Cuando los medios de prensa examinaron los reclamos de los manifestantes, vieron que contenían mucho más que una pizca de verdad. Las negociaciones comerciales subsiguientes fueron diferentes (al menos en principio, se dio por sentado que serían una ronda de desarrollo y que buscarían compensar algunas de las deficiencias señaladas por los manifestantes) y el Fondo Monetario Internacional encaró después de eso algunas reformas significativas.

Es similar a lo que ocurrió en la década de 1960, cuando en Estados Unidos los manifestantes por los derechos civiles llamaron la atención sobre un racismo omnipresente e institucionalizado en la sociedad estadounidense. Aunque todavía no nos hemos librado de esa herencia, la elección del presidente Barack Obama muestra hasta qué punto esas protestas fueron capaces de cambiar a los Estados Unidos.

En un nivel básico, los manifestantes actuales piden muy poco: oportunidades para emplear sus habilidades, el derecho a un trabajo decente a cambio de un salario decente, una economía y una sociedad más justas. Sus esperanzas son evolucionarias, no revolucionarias. Pero en un nivel más amplio, están pidiendo mucho: una democracia donde lo que importe sean las personas en vez del dinero, y un mercado que cumpla con lo que se espera de él.

Ambos objetivos están vinculados: ya hemos visto cómo la desregulación de los mercados lleva a crisis económicas y políticas. Los mercados solo funcionan como es debido cuando lo hacen dentro de un marco adecuado de regulaciones públicas; y ese marco solamente puede construirse en una democracia que refleje los intereses de todos, no los intereses del 1%. El mejor gobierno que el dinero puede comprar ya no es suficiente.





Fuente: Project Syndicate, 2011 / The Globalization of Protest
Autor: Joseph E. Stiglitz, catedrático de Economía de la Universidad de Columbia y premio Nobel de Economía en 2001. Autor de Caída libre: Estados Unidos, el libre mercado y el hundimiento de la economía mundial.
Traducción: Esteban Flamini.
Fotografía: Montaje Menesez Filipov / Ojo Adventista






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