viernes, 7 de mayo de 2010

Llega el fin del mundo... y nos gusta. Por Luis Muiño

Prevemos la catástrofe, pero creemos que no nos afectará

En los próximos meses, una auténtica batería de películas no sólo catastrofistas, sino directamente apocalípticas, aterriza en nuestras pantallas. Por alguna razón, parece que el fin del mundo y el exterminio de la especie humana venden
Uno de los textos más antiguos de la historia de la humanidad es una tablilla babilónica en la cual el autor se lamenta del rumbo que está tomando la sociedad. Con tono de queja, explica que todo está lleno de corrupción, que la juventud ha perdido los valores y que "las cosas ya no son como antes". Al final del texto, el autor vaticina que el mundo está tocando a su fin. Se avecina una gran catástrofe que acabará con todos estos problemas…

Tiempo después, el zoroastrismo hablaba también del fin de los tiempos. Según Zaratustra, este acontecerá cuando Ahura Mazda derrote a Angra Mainyu (el dios del caos). Por las alusiones que dejó en el Avesta, Zaratustra debió de pensar que el gran apocalipsis ocurriría poco después de su muerte. Pero como eso no sucedió, dejó a sus fieles conviviendo con la inquietante sensación de que uno de estos siglos el mundo llegará a su catastrófico fin. Después del zoroastrismo, cientos de religiones han usado imágenes escatológicas para mantener a sus adeptos en vilo. Las pesadillas dantescas del Libro de Daniel del Antiguo Testamento y el Tanaj hebreo, las catástrofes anunciadas por el Libro del Apocalipsis, las continuas alusiones a la inminencia del fin del mundo en los primeros tiempos del luteranismo o los sucesivamente aplazados cataclismos de los Adventistas del Séptimo Día son sólo algunos de los ejemplos más famosos.

Millones de personas han aceptado a lo largo de la historia el sentimiento de que el fin del mundo era inminente. Ya juzgar por el éxito actual del catastrofismo, la atracción por las imágenes de destrucción sigue vigente. En el cine, Roland Emmerich nos vuelve a asustar este año con otra película de catástrofes. Esta vez se basa en el supuesto cataclismo previsto por los mayas, allá por diciembre del año 2012. A pesar de la supuesta excusa histórica, la película es tan fantástica como todas sus realizaciones anteriores: esa fecha era simplemente la última del ciclo en el calendario maya - semejante a nuestros 31 de diciembre- y nunca tuvo para aquella cultura andina connotaciones negativas. Pero seguro que las imágenes impactarán como lo hicieron las de Independence Day o El día después.



En la literatura, Cormac McCarthy - el último outsider de las letras estadounidenses- ha hecho un éxito de su última novela, La carretera de nuevo (The Road), el atractivo de lo catastrófico- adictiva. Y el libro se ha acabado convirtiendo en uno de los más vendidos en todo el mundo.

Y en la cultura popular, el último gran fenómeno en EE.UU. es Left behind, una trilogía de películas de bajo presupuesto en la que se desarrollan en narraciones literales de los pasajes más espectaculares del Apocalipsis. Las películas han recaudado millones de dólares para las arcas evangelistas, a los que habrá que sumar el dinero que se consiga con los videojuegos y otros productos de mercadotecnia.

El filón del catastrofismo sigue dando dividendos. Parece que la fascinación por el fin del mundo es atemporal: algo hay en los seres humanos que nos hace proclives al atractivo de la destrucción.

Una primera pista acerca de la razón que nos lleva a recrearnos en los apocalipsis es que nunca son completamente destructivos. Si nos fijamos en los ejemplos anteriores, tanto históricos como actuales, es fácil darse cuenta de que siempre hay personas que se salvan de la catástrofe. Por supuesto, los elegidos son los buenos. El siguiente paso parece obvio: esos supervivientes seremos nosotros.

El atractivo del milenarismo tiene que ver con un fenómeno psicológico paradójico pero comprensible: los seres humanos podemos ser, a la vez, pesimistas con respecto al mundo y optimistas cuando pensamos en nosotros mismos. De hecho, la contradicción entre nuestra visión global del futuro y la que tenemos de nosotros mismos ha llamado siempre la atención a los que nos dedicamos a la salud mental. La contradicción está ahí y, por lo visto, forma parte de la idiosincrasia del ser humano. Las estadísticas lo reflejan: mientras que la mayoría de la gente es optimista con respecto a sí misma, un porcentaje elevado de las personas juzga que las cosas (en la sociedad, en la política, en la naturaleza…) no van tan bien.

Un ejemplo de este fenómeno enlaza con el gusto por el catastrofismo. En una reciente investigación, el psicólogo Martin Seligman descubrió que cuando se pregunta a los estadounidenses cuáles son la posibilidades de una guerra nuclear en los próximos diez años, un gran porcentaje las sitúan en el 50%. Pero cuando el interrogante es qué esperan de sus vidas en ese mismo periodo de tiempo, el 80% contesta que confía en que las cosas le vayan mejor que en la actualidad. Es decir: la mayoría de las personas cree que el fin del mundo va a llegar, porque "las cosas van muy mal". Pero el drama sólo afectará a los demás: ellos estarán entre los elegidos para seguir viviendo.

¿A qué se debe esta discrepancia entre nuestra visión benévola de nuestro futuro y nuestra previsión crítica y acerada de la marcha de la humanidad? Aunque desde el punto de vista lógico esta dicotomía resulte contradictoria, el dilema es fácil de resolver si pensamos que nuestra mente no está hecha para alcanzar la verdad. Su sentido adaptativo real es darnos una imagen del mundo que nos sirva para sobrevivir. Por eso, el pesimismo ante las personas y ante el mundo puede ser adaptativo: nos permite protegernos, nos permite estar alerta ante los peligros. La inquietante sensación de que las cosas van a peor nos ayuda a ser precavidos. Sin embargo, con nosotros mismos es mejor que seamos optimistas, para tener la motivación y las fuerzas suficientes para seguir adelante.

El catastrofismo es, de alguna manera, el clímax de este fenómeno de "todo-acabará-mal-menos-lomío". Cuando no vemos nuestras posturas triunfar en el mundo o cuando observamos cómo otros tienen lo que nosotros anhelamos, la idea de un final de los tiempos catastrófico que ponga las cosas en su sitio (es decir, en el sitio en que nos gustaría que estuviesen) es reconfortante. Como nos recuerda el historiador Damian Thompson en su libro El fin del tiempo, "el apocaliptismo es un género nacido de la crisis, destinado a afirmar la resolución de una comunidad sitiada, haciendo oscilar ante sus ojos la visión de una liberación repentina y permanente de su cautividad. Se trata de literatura clandestina, el consuelo de los perseguidos".

Las imágenes catastrofistas tienen un efecto relajante. Cuando conectamos con el mensaje de alguna película o libro de este género, sentimos que estamos en un escenario en el que ya ha acabado todo lo malo que había en el planeta Tierra. El principio de este tipo de narrativas nos sitúa en un mundo nuevo lleno de posibilidades.

Un contexto que no es nuevo. De hecho, es semejante a lo que trasmitía el milenarismo religioso: el Apocalipsis iba seguido de la resurrección de los muertos y la felicidad de los que salían bien parados del juicio divino. Otro historiador, George Duby, habla así en su libro Año 1000, año 2000. La huella de nuestros miedos acerca del sentimiento que embargaba a los habitantes de Europa cuando se acercaba el final del primer milenio: "Tengo la certeza de que existía una espera permanente, inquieta, del fin del mundo: el Evangelio anuncia que Cristo volverá algún día, que los muertos resucitarán y que Él apartará a los buenos de los malos. Todo el mundo lo creía, y esperaba ese día de la ira que provocaría sin duda la confusión y la destrucción de todo lo visible. (…) El apocalipsis producía temor, pero también esperanza; después de las tribulaciones empezaría un lapso de paz que precedería al Juicio Final, un periodo más fácil de vivir que el cotidiano. Cuando se desgarrara el velo, iba a empezar un largo tiempo en que los hombres por fin vivirían felices en paz e igualdad. El hombre medieval se hallaba en estado de debilidad ante las fuerzas de la naturaleza, vivía en un estado de precariedad material comparable al de los pueblos más pobres de África de hoy. A la mayoría, la vida le resultaba dura y dolorosa. Pero la gente esperaba que, acabado un lapso de terribles penurias, la humanidad iría hacia el paraíso o bien hacia ese mundo, liberado del mal, que debería instaurarse después de la venida del Anticristo".

El atractivo del catastrofismo consiste en esa esperanza que proporciona un mundo que empieza de nuevo. Pero, evidentemente, no todo es positivo en esa táctica de optimismo egoísta. Creer que todo va mal y pensar que se avecina el colapso mundial nos lleva a una sensación de inquietud que desemboca fácilmente en falta de solidaridad. En el momento en que pensamos que los demás están provocando una catástrofe, nos alejamos emocionalmente de ellos. Los despersonalizamos y dejan de darnos pena, porque "ellos han merecido su final". Nosotros, los buenos, no podemos hacer nada por aquellos que provocan su propia catástrofe…

Hay mucha investigación acerca de este egoísmo del estrés previo a la catástrofe. Los experimentos consisten en crear ese estado en sujetos voluntarios y luego evaluarles. El resultado es rotundo: las personas que sienten esa angustia agorera son más remisas a la hora de ayudar a un extraño, están menos dispuestas a reconocer diferencias individuales entre personas - síndrome de desindividuación, "todos son iguales"- y, quizás por eso, son más proclives a administrar unas pequeñas descargas eléctricas a otros individuos. Es decir, si alguien cree que se avecina una catástrofe, se instala en la psicología del sálvese-quien-pueda. Por eso hay analistas como Naomi Klein - en su último libro, La doctrina del shock -que advierten contra la gestión oportunista del desastre por los gobiernos y empresas, que usan la cultura del miedo para eliminar los derechos civiles. El miedo, según esta autora, nos hace menos solidarios. La idea de que los demás se acercan a su perdición puede parecer consoladora: "Cada paso que da el zorro le acerca a la peletería", reza un terrible dicho. Pero recrearnos en el fin de los malos es un error en un mundo en el que todos vamos en el mismo barco.

En una reciente entrevista para la televisión panameña, le preguntaban a Ronald Emmerich si alguna vez pensaba destruir el canal de Panamá en una de sus películas. El director de cine responde que no y el entrevistador sonríe aliviado. Parece pensar que en un mundo devastado ese paso servirá para algo. Es lo que tiene el egoísmo: parece una táctica útil, pero a medio plazo es absurda.


Recomiendo los siguientes artículos relacionados a este:
- Adiós, mundo cruel... Cuando las malas noticias arrecian, Hollywood se apunta al cine apocalíptico. Por Rocío Ayuso / El País, España.
- Luz, cámara... apocalipsis. Tendencia: el cine vuelve a mirar el futuro con pesimismo. Por Marcelo Stiletano / La Nación, Argentina. Tato


Fuente: Vanguardia.es
Autor: Luis Muiño, psicoterapeuta, periodista y escritor español. Trabajado con Médicos Sin Fronteras en El Salvador anteriormente, con Médicos del Mundo, en campos de refugiados después de la guerra de Kósovo. En Madrid, ha trabajado con Médicos del Mundo en la Unidad Móvil que atiende a Toxicómanos y en la que atiende a mujeres que ejercen la prostitución. Actualmente colabora con la Casa de Refugiados de los Mercedarios desarrollando un proyecto de psicoterapia con menores desde una orientación transcultural. Tiene un programa en Radio 5 "Todo Noticias" (RNE) titulado "El factor humano". Escribe para la revista ”Muy Interesante”, el suplemento ES del periódico “La Vanguardia” y en la revista “Mi pediatra”.
Fotografía: 2012 / Roland Emmerich / Sony Pictures

Operación Redimensionamiento / Ojo Adventista: vale mencionar que este articulo fue originalmente publicado el viernes 9 de octubre de 2009 en Estatologico y Ojo Adventista.

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