El ataque sobre Libia lo dirigen todavía dos mandos militares distintos. Las decisiones políticas las toma una reunión de más de 29 naciones de cuatro continentes. Los objetivos los fija la ONU. Este es el mundo cuando Estados Unidos no dirige, o dirige tímidamente, como es el caso. El resultado del experimento está por ver, pero las perspectivas son inquietantes.
"Así es como la comunidad internacional debería trabajar", dijo ayer Barack Obama en su semanal discurso radiofónico, "más naciones, no solo Estados Unidos, compartiendo la responsabilidad y el coste de mantener la paz y la seguridad".
Pese a esas palabras, si un conflicto similar al de Libia ocurriera en México, seguramente Estados Unidos habría asumido el peso de la crisis sin contar con nadie. Libia -como Marruecos o Argelia- es el México de Europa, por su influencia en dos asuntos estratégicos: el petróleo y la emigración. Europa debería, por tanto, haber cargado plenamente con la responsabilidad. Carece, sin embargo, de los recursos militares y la unidad política que se requieren para hacerlo. Sin la participación norteamericana, esta guerra no se habría producido.
La diferencia en esta ocasión es que, con un presidente elegido para acabar guerras más que para empezarlas, Estados Unidos ha querido participar a medias, sin verdadero liderazgo, con un compromiso corto y una voluntad política escasa.
Barack Obama no cumplió con el rito de dirigirse a sus ciudadanos desde el Despacho Oval para comunicarles las razones y circunstancias por las que había dado órdenes a sus tropas de entrar en combate en Libia. En lugar de eso, se fue de viaje a América Latina y dirigió las operaciones desde líneas de comunicación seguras instaladas en hoteles de Río de Janeiro, Santiago de Chile o San Salvador.
Desde el primer día del ataque confesó su deseo de transferir el mando cuanto antes, y si todavía no lo ha hecho por completo es porque nadie es capaz de asumirlo con plenas garantías. Obama quería hacer una miniguerra, una pequeña acción quirúrgica de 48 horas, y ceder después el terreno para que combatiesen otros. Si no ha ocurrido así aún, y quizá no llegue a ocurrir nunca, es porque su retirada hubiera significado el final también de la operación.
La lección que se extrae resulta, por tanto, desoladora: la de un mundo condenado a seguir la dirección de Estados Unidos o a sumergirse en la inacción.
En los últimos años, Estados Unidos se ha embarcado, solo o con compañía, en varias aventuras militares de mejor o peor aceptación internacional. Actualmente, sin contar sus bases y centros de mando permanentes en todo el mundo, tiene todavía 50.000 soldados en Irak, 100.000 en Afganistán, 35.000 en el golfo Pérsico como fuerzas de apoyo en esos dos conflictos, además de un portaaviones y 17.000 marines en Japón ayudando en las labores de rescate. Sus soldados se ven obligados a rotar en el frente con mayor frecuencia de la debida porque sus recursos están al límite. Desde el ángulo económico, cada misil de crucero Tomahawk que ha lanzado contra Libia -unos 200- cuesta alrededor de un millón de euros, cada hora de vuelo de sus aviones, más de 20.000 euros, cantidades que no son insignificantes en un momento en el que se pretende una reducción de más de 50.000 millones de euros en el presupuesto del Pentágono.
Al mismo tiempo, desde el punto de vista estratégico, la Administración norteamericana presta mucha más atención a la situación en Bahréin y su vecina Arabia Saudí, donde está en juego la estabilidad del mercado mundial de crudo, o Yemen, epicentro de la lucha contra Al Qaeda.
Es decir, no es un buen momento para una guerra en un país del que Estados Unidos no importa petróleo y contra un régimen que hace tiempo que no representa una amenaza para la seguridad nacional. Solo razones humanitarias han movido a Obama a participar en esta operación, aunque él haya descrito esas razones también como intereses nacionales.
El ataque evitó probablemente una masacre en Bengasi, y desde ese punto de vista un importante objetivo ha sido cumplido. Pero la amenaza de una represión masiva probablemente persistirá mientras Muamar el Gadafi sobreviva. Es más dudoso que se mantenga también la voluntad de actuar de la comunidad internacional.
Obama se arriesga a una crisis política doméstica si no pone fin a la implicación de sus tropas o define claramente un compromiso a largo plazo. Todo indica que optará por lo primero. En su discurso de ayer recordó que "Estados Unidos no debe y no puede intervenir cada vez que hay una crisis en alguna parte del mundo".
Cierto. Es duro de admitir para los halcones norteamericanos, pero eso es una verdad que, en última instancia, debería actuar a favor de un mundo más equilibrado, democrático y justo. Para que así sea es imprescindible que otros puedan ocupar los vacíos que Estados Unidos deja en la atención a las buenas causas. Libia es, desde ese punto de vista, un desafío y una gran oportunidad.
Fuente: ElPais.com
Autor; Antonio Caño, periodista y analista de política internacional, con un enfoque en los Estados Unidos y América Latina. Corresponsal y jefe de la oficina de El País en Washington, Estados Unidos.
"Así es como la comunidad internacional debería trabajar", dijo ayer Barack Obama en su semanal discurso radiofónico, "más naciones, no solo Estados Unidos, compartiendo la responsabilidad y el coste de mantener la paz y la seguridad".
Pese a esas palabras, si un conflicto similar al de Libia ocurriera en México, seguramente Estados Unidos habría asumido el peso de la crisis sin contar con nadie. Libia -como Marruecos o Argelia- es el México de Europa, por su influencia en dos asuntos estratégicos: el petróleo y la emigración. Europa debería, por tanto, haber cargado plenamente con la responsabilidad. Carece, sin embargo, de los recursos militares y la unidad política que se requieren para hacerlo. Sin la participación norteamericana, esta guerra no se habría producido.
La diferencia en esta ocasión es que, con un presidente elegido para acabar guerras más que para empezarlas, Estados Unidos ha querido participar a medias, sin verdadero liderazgo, con un compromiso corto y una voluntad política escasa.
Barack Obama no cumplió con el rito de dirigirse a sus ciudadanos desde el Despacho Oval para comunicarles las razones y circunstancias por las que había dado órdenes a sus tropas de entrar en combate en Libia. En lugar de eso, se fue de viaje a América Latina y dirigió las operaciones desde líneas de comunicación seguras instaladas en hoteles de Río de Janeiro, Santiago de Chile o San Salvador.
Desde el primer día del ataque confesó su deseo de transferir el mando cuanto antes, y si todavía no lo ha hecho por completo es porque nadie es capaz de asumirlo con plenas garantías. Obama quería hacer una miniguerra, una pequeña acción quirúrgica de 48 horas, y ceder después el terreno para que combatiesen otros. Si no ha ocurrido así aún, y quizá no llegue a ocurrir nunca, es porque su retirada hubiera significado el final también de la operación.
La lección que se extrae resulta, por tanto, desoladora: la de un mundo condenado a seguir la dirección de Estados Unidos o a sumergirse en la inacción.
En los últimos años, Estados Unidos se ha embarcado, solo o con compañía, en varias aventuras militares de mejor o peor aceptación internacional. Actualmente, sin contar sus bases y centros de mando permanentes en todo el mundo, tiene todavía 50.000 soldados en Irak, 100.000 en Afganistán, 35.000 en el golfo Pérsico como fuerzas de apoyo en esos dos conflictos, además de un portaaviones y 17.000 marines en Japón ayudando en las labores de rescate. Sus soldados se ven obligados a rotar en el frente con mayor frecuencia de la debida porque sus recursos están al límite. Desde el ángulo económico, cada misil de crucero Tomahawk que ha lanzado contra Libia -unos 200- cuesta alrededor de un millón de euros, cada hora de vuelo de sus aviones, más de 20.000 euros, cantidades que no son insignificantes en un momento en el que se pretende una reducción de más de 50.000 millones de euros en el presupuesto del Pentágono.
Al mismo tiempo, desde el punto de vista estratégico, la Administración norteamericana presta mucha más atención a la situación en Bahréin y su vecina Arabia Saudí, donde está en juego la estabilidad del mercado mundial de crudo, o Yemen, epicentro de la lucha contra Al Qaeda.
Es decir, no es un buen momento para una guerra en un país del que Estados Unidos no importa petróleo y contra un régimen que hace tiempo que no representa una amenaza para la seguridad nacional. Solo razones humanitarias han movido a Obama a participar en esta operación, aunque él haya descrito esas razones también como intereses nacionales.
El ataque evitó probablemente una masacre en Bengasi, y desde ese punto de vista un importante objetivo ha sido cumplido. Pero la amenaza de una represión masiva probablemente persistirá mientras Muamar el Gadafi sobreviva. Es más dudoso que se mantenga también la voluntad de actuar de la comunidad internacional.
Obama se arriesga a una crisis política doméstica si no pone fin a la implicación de sus tropas o define claramente un compromiso a largo plazo. Todo indica que optará por lo primero. En su discurso de ayer recordó que "Estados Unidos no debe y no puede intervenir cada vez que hay una crisis en alguna parte del mundo".
Cierto. Es duro de admitir para los halcones norteamericanos, pero eso es una verdad que, en última instancia, debería actuar a favor de un mundo más equilibrado, democrático y justo. Para que así sea es imprescindible que otros puedan ocupar los vacíos que Estados Unidos deja en la atención a las buenas causas. Libia es, desde ese punto de vista, un desafío y una gran oportunidad.
Fuente: ElPais.com
Autor; Antonio Caño, periodista y analista de política internacional, con un enfoque en los Estados Unidos y América Latina. Corresponsal y jefe de la oficina de El País en Washington, Estados Unidos.
Verdaderamente La Guerra en Libia es una prueba para los paises que conforma la ONU, pero esa no es la Linea de los Estados Unidos, Los Estados Unidos es la unica Potencia del Mundo actualmente, y esta obligado a mantener el liderazgo del mundo.
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