El sueño de un Gobierno multilateral deriva en la pesadilla de una globalidad volcánica y sin dirección, en manos de los mercados y la comunicación viral
Solo ha transcurrido medio año, pero ya es suficiente para que las cifras de 2011 marquen sólidamente las piedras sobre las que se escribe la historia. Como 1989 (caída del muro de Berlín) o 1968 (mayo en París), si las comparamos con los acontecimientos más cercanos. Incluso con 1917 (revolución rusa), 1871 (Comuna de París), 1848 (revoluciones democráticas en Europa) o 1789 (Revolución Francesa) si nos remontamos más atrás.
Ya es una cosecha gloriosa. Para los árabes, sin duda. Dos tiranos derrocados (Ben Ali y Mubarak), tres más en el despeñadero (Gadafi, Saleh y El Asad) y todas las monarquías en alerta máxima, apresuradas ahora en apañar unas reformas plausibles tras decenios de despótico inmovilismo. Mientras tanto, los avalistas de todos estos regímenes (Washington, Londres y París principalmente) abandonan con un volantazo la realpolitik practicada con cinismo durante décadas e improvisan una nueva política árabe, basada esta vez en la democratización, las libertades y los derechos de los ciudadanos y no en los duros y crudos intereses económicos y geoestratégicos.
También es una cosecha de sangre y de incertidumbre. El pacifismo de los manifestantes tunecinos y egipcios no fue óbice para la represión violenta con que se despidieron sus respectivos dictadores. Y tras la virulencia mitigada con que cayeron los dos primeros, la oleada revolucionaria se ha convertido rápidamente en un rosario de intervenciones militares, matanzas y guerras civiles en un horizonte inabarcable de inestabilidad y desasosiego estratégico.
La geometría de las relaciones internacionales ha virado súbitamente cuando se ha quebrado el eje que formaban las dictaduras árabes con Estados Unidos, Europa e Israel. Este último país ha perdido a un aliado fiel y obediente como era Mubarak, mientras la perspectiva de una apertura democrática en la zona suscita reacciones urticantes en el búnker del sionismo extremista. A su Gobierno, más solitario y aislado que nunca, solo le preocupa que de la revolución árabe pudiera salir el reconocimiento internacional de Palestina sobre los territorios de Gaza y Cisjordania, donde los colonos reclaman derechos bíblicos para justificar una ocupación a todas luces ilegal. Todas sus energías las va a dedicar a impedirlo, en una gesticulación que en nada favorece a la imagen internacional de Israel, país salido a fin de cuentas del reconocimiento internacional por Naciones Unidas.
A la vez, las otras potencias regionales han visto ampliado un terreno de juego en el que pueden pujar para afianzar o ampliar su influencia. Es el caso de la emergente Turquía, que jugó sus fichas por adelantado con una política exterior neo-otomana con un radio de acción sobre los territorios que pertenecieron en el pasado parte al desaparecido imperio de la Sublime Puerta.
Dos modelos compiten en esta geografía islámica: el del triunfante partido turco Justicia y Desarrollo (AKP) y el de las opulentas monarquías del golfo Pérsico; el primero quiere hacer compatible la democracia y la modernidad con la conservación de la identidad islámica, mientras que el segundo utiliza el islam y el petróleo para evitar cualquier democratización y preservar el poder de las oligarquías familiares.
También Irán observa los movimientos con peligrosa avidez geopolítica. Tiene sus buenos tentáculos en el mismo Irak organizado por Estados Unidos y confía en sacar tajada de la agitación entre la extensa población chiíta de la península Arábiga. Cuenta con mejorar sus relaciones con Egipto después de haberlo hecho con Turquía y cultiva los secretos de su proyecto nuclear como expresión de su soberana voluntad hegemónica en la zona. Y también se angustia ante la primavera árabe, que puede sembrar de nuevo la revuelta entre sus jóvenes, pero de momento amenaza con sustraerle al principal aliado de la zona que es Siria.
La libertad es indeterminación e incertidumbre. Todo se mueve, pero la dirección es dudosa. Sobre todo porque ya se ha visto que no hay nadie al volante de este vehículo lanzado por una pista llena de peligrosos virajes. Sin líderes y sin mapas. Con la geometría de las instituciones internacionales todavía amoldadas al mundo de la guerra fría. El vendaval financiero desatado en 2007 por las hipotecas subprime en Estados Unidos apenas ha permitido reformar al G-20 e incorporar a las nuevas potencias emergentes, la parte del mundo donde la economía crece, aunque con mediocres resultados a la hora de avanzar en la domesticación del desorden económico del mundo.
Inutilizado el G-8 por la fuerza de los hechos y sin capacidad de cuajo el G-20, siguen siendo las instituciones salidas de la victoria sobre Alemania y Japón en 1945 las únicas que de verdad cuentan, empezando por el Fondo Monetario Internacional, de crucial papel en la resolución de la crisis de las deudas soberanas europeas y del propio euro. Solo faltaba la caída en los infiernos de su director gerente, Dominique Strauss-Kahn, para que los europeos aparecieran en toda su fragilidad defendiendo su sustitución por otro europeo en vez de una personalidad de un país emergente.
La incapacidad del mundo para gobernarse es la foto ampliada de una incapacidad más próxima, la de los europeos para enfrentar los retos de la crisis, adaptarse a los desplazamientos de poder y adoptar políticas comunes coherentes en algunos capítulos imprescindibles, entre los que sobresalen sus políticas económica y monetaria, energética y medioambiental y exterior y de defensa. No sirve la Unión Europea, obligadamente ensimismada en la salvación de las deudas soberanas de los países del sur, y se halla asimismo averiada la Alianza Atlántica, escurridiza en Afganistán e irresolutiva en Libia.
Los inservibles soberanismos nacionales regresan de la mano de los populismos y las xenofobias, el miedo al inmigrante y la exclusión del extraño, que han hecho ya entrada en Parlamentos y Gobiernos. Al retorno de los brujos o de sus fantasmas le acompaña el derrumbe de la socialdemocracia, la fuerza política que más ha hecho por el Estado social en Europa, obligada ahora a desaparecer por el foro, después de rendirse y de recortarlo. Como en la década de los noventa en los Balcanes, la intervención militar en Libia ha revelado de nuevo la incapacidad ejecutiva de los europeos para resolver por sí solos los problemas de su entorno si no hay un claro y enérgico liderazgo de Washington. En aquel entonces, Bill Clinton se puso al frente, pero esta vez Barack Obama ha preferido acogerse a la paradoja de "liderar desde atrás". Después de las experiencias de Irak y Afganistán, con las montañas de una deuda que hipoteca el futuro, no hay recursos ni energías políticas para hacer otra cosa.
París y Washington han sido muy activos, junto a Londres, para obtener la resolución de Naciones Unidas que autoriza al uso de la fuerza para proteger a la población libia atacada por su déspota en jefe Muamar el Gadafi. La aprobación de la resolución en el Consejo de Seguridad, gracias a la abstención de Rusia y China, que no quisieron utilizar su derecho de veto, aportó dos sorpresas calificables de históricas y de largas consecuencias políticas: una mala, que Alemania también se abstuvo, en disonancia con Londres y París y como nueva demostración de la deriva que conduce a Berlín a políticas y decisiones cada vez menos europeístas; y otra buena, como ha sido la resurrección del deber de proteger a las poblaciones en riesgo de genocidio, del que se desprende el derecho de injerencia de la comunidad internacional en la soberanía de quienes ataquen o desprotejan a sus poblaciones.
Para Francia y Estados Unidos la intervención en Libia ha sido también un cierto lavado de cara después de su dudoso comportamiento con Túnez y Egipto. Ben Ali y Mubarak consiguieron consolidar e incluso prolongar sus dictaduras gracias, respectivamente, a las complicidades, en algunos casos con corrupción económica incluida, con políticos y gobernantes franceses, y a los intereses geoestratégicos de Estados Unidos e Israel en la estabilidad del entorno inmediato del canal de Suez, el Sinaí y la franja de Gaza.
Las dificultades y los virajes ante la primavera árabe son solo un reflejo del desorden del mundo. El cambio afecta a todos, incluso a los países democráticos y a las relaciones de vecindad entre las distintas potencias de la zona. Estados Unidos ya no está al mando, pero tampoco hay sustitutos. El secretario de Defensa saliente, Robert Gates, ha puesto dramáticamente el dedo en la llaga a propósito de los ataques de la OTAN contra el coronel Gadafi: si los europeos no se comprometen en su seguridad, el futuro de la Alianza está en peligro. Nunca las relaciones transatlánticas habían llegado a un punto más bajo.
A la salida del sueño del mundo gobernado multilateralmente sucedió el espejismo del planeta unipolar que debía calificar como definitivamente americano al siglo XXI. Pero el estallido multipolar que corona el primer decenio del siglo se está convirtiendo en la pesadilla de una globalidad volcánica, sin modelos ni dirección, en manos de los mercados y de la comunicación viral. En el mejor de los casos, un G-2, es decir, el mundo gobernado por dos, China y Estados Unidos. Y en el peor, en expresión de los expertos Ian Bremmer y David Gordon, un G-0, la silla del conductor vacía.
Las revoluciones árabes son un avatar de la globalización y su más violento coletazo. También son una forma de emergencia. Turquía, con un buen asiento en la mesa de juego, es un país emergente o si se quiere reemergente. A poco que salgan bien las cosas, también lo puede ser Egipto, aunque tiene un trecho enorme por recorrer. Pero donde mejor se expresa el carácter de las revueltas es en las ansias por vivir, trabajar y disfrutar de la libertad por parte de las nuevas generaciones árabes, unos jóvenes tan bien adaptados a las nuevas tecnologías de la información y de la comunicación como lo están las gentes de la misma edad del resto del mundo, y más específicamente los indignados que han ocupado las plazas españolas en protesta por las deficiencias de su sistema político ante la crisis y el paro. Es por tanto la emergencia de una generación global, que no se resigna a permanecer impávida en la mera aceptación del mundo en el que viven.
Así es como este terremoto geopolítico que ha hecho cambiar la geometría de las relaciones internacionales en apenas medio año no es más que una réplica, quizás la más intensa y concentrada, del movimiento sísmico que está desplazando el poder, la riqueza e incluso las ideas y valores desde el Occidente donde se asentaron durante los dos últimos siglos en dirección al sur y a oriente y también en el interior mismo de las sociedades, desde las zonas y clases hegemónicas hacia nuevas generaciones y grupos sociales.
La fuerza de este cambio viene también determinada por su velocidad. Todo sucede aceleradamente. Los acontecimientos de lo que llevamos de 2011 se amontonan: la primavera árabe, la exhibición de poderío militar de Obama frente a Osama, la catástrofe nuclear de Fukushima, los indignados en las plazas españolas, todo ello en un fondo de crisis europea que afecta a la gobernanza económica, a la estabilidad del euro y al mantenimiento del modelo social que ha caracterizado históricamente al continente.
La aceleración puede observarse también en el adelanto que llevan las previsiones sobre el sorpasso que está sufriendo Occidente de la mano de estos emergentes: según el FMI, la China que ya está en cabeza de la producción manufacturera mundial y del consumo de energía, igualará a Estados Unidos dentro de cinco años en PIB, mucho antes de lo que rezaban las anteriores previsiones. También India superará a Japón y se convertirá en la tercera economía mundial ya en 2016. Unas nuevas clases medias globales, surgidas de lo que hasta ahora eran los suburbios pobres del mundo, empujan con fuerza en todos los ámbitos: consumen más, quieren más oportunidades para estudiar y trabajar, exigen derechos y aspiran legítimamente a sus cuotas de poder en su país y en la gobernanza mundial. Todavía tardarán muchos años en atrapar a las clases medias europeas y americanas en nivel de renta y en capacidad adquisitiva, pero ya han conseguido hacerlo con su empuje demográfico y en su actitud eufórica ante el mundo cambiante. Unos se comportan de conformidad con quienes aspiran tan solo a mantener lo que tienen y los otros con el vitalismo de quienes se hallan en plena ascensión.
Las nuevas potencias ascendentes, en todo caso, van a lo suyo, a su interés y a su provecho. Es del todo lógico y nada puede reprochárseles en este capítulo. Ellos son los que menos sufren o se preocupan de las tres averías de la globalización: la medioambiental, la geopolítica y la económica. La que se ha declarado en Fukushima y nos ha proporcionado la ecuación irresoluble de unos costes energéticos que no cuadran con nuestros recursos, la que se ha abierto en el mundo árabe descomponiendo el sistema de alianzas que ha funcionado durante 70 años y la que se ha declarado con las cuentas de los países occidentales, obligados a recortar sus déficits públicos y a reformar sus sistemas de salud y de pensiones si no quieren terminar devorados por sus deudas.
Los emergentes ya tendrán tiempo más adelante, cuando termine su actual etapa de crecimiento acelerado, para preocuparse por estas y otras averías. Ahora son países optimistas que han transferido el sufrimiento y el victimismo a las clases medias europeas azotadas por la crisis. También el vértigo y la sensación de vacío son percepciones occidentales, que apenas sirve para países de potente demografía, economía boyante e incluso Gobiernos en nada ajenos a la peripecia del mundo global, pero ante todo asidos firmemente al volante de su propio automóvil y atentos a su carretera ascendente.
Fuente: ElPaís.com
Autor: Lluís Bassets, periodista. Director adjunto de EL PAÍS / España. Se ocupa de las páginas, artículos de Opinión y también publica el blog "Del alfiler al elefante".
Solo ha transcurrido medio año, pero ya es suficiente para que las cifras de 2011 marquen sólidamente las piedras sobre las que se escribe la historia. Como 1989 (caída del muro de Berlín) o 1968 (mayo en París), si las comparamos con los acontecimientos más cercanos. Incluso con 1917 (revolución rusa), 1871 (Comuna de París), 1848 (revoluciones democráticas en Europa) o 1789 (Revolución Francesa) si nos remontamos más atrás.
Ya es una cosecha gloriosa. Para los árabes, sin duda. Dos tiranos derrocados (Ben Ali y Mubarak), tres más en el despeñadero (Gadafi, Saleh y El Asad) y todas las monarquías en alerta máxima, apresuradas ahora en apañar unas reformas plausibles tras decenios de despótico inmovilismo. Mientras tanto, los avalistas de todos estos regímenes (Washington, Londres y París principalmente) abandonan con un volantazo la realpolitik practicada con cinismo durante décadas e improvisan una nueva política árabe, basada esta vez en la democratización, las libertades y los derechos de los ciudadanos y no en los duros y crudos intereses económicos y geoestratégicos.
También es una cosecha de sangre y de incertidumbre. El pacifismo de los manifestantes tunecinos y egipcios no fue óbice para la represión violenta con que se despidieron sus respectivos dictadores. Y tras la virulencia mitigada con que cayeron los dos primeros, la oleada revolucionaria se ha convertido rápidamente en un rosario de intervenciones militares, matanzas y guerras civiles en un horizonte inabarcable de inestabilidad y desasosiego estratégico.
La geometría de las relaciones internacionales ha virado súbitamente cuando se ha quebrado el eje que formaban las dictaduras árabes con Estados Unidos, Europa e Israel. Este último país ha perdido a un aliado fiel y obediente como era Mubarak, mientras la perspectiva de una apertura democrática en la zona suscita reacciones urticantes en el búnker del sionismo extremista. A su Gobierno, más solitario y aislado que nunca, solo le preocupa que de la revolución árabe pudiera salir el reconocimiento internacional de Palestina sobre los territorios de Gaza y Cisjordania, donde los colonos reclaman derechos bíblicos para justificar una ocupación a todas luces ilegal. Todas sus energías las va a dedicar a impedirlo, en una gesticulación que en nada favorece a la imagen internacional de Israel, país salido a fin de cuentas del reconocimiento internacional por Naciones Unidas.
A la vez, las otras potencias regionales han visto ampliado un terreno de juego en el que pueden pujar para afianzar o ampliar su influencia. Es el caso de la emergente Turquía, que jugó sus fichas por adelantado con una política exterior neo-otomana con un radio de acción sobre los territorios que pertenecieron en el pasado parte al desaparecido imperio de la Sublime Puerta.
Dos modelos compiten en esta geografía islámica: el del triunfante partido turco Justicia y Desarrollo (AKP) y el de las opulentas monarquías del golfo Pérsico; el primero quiere hacer compatible la democracia y la modernidad con la conservación de la identidad islámica, mientras que el segundo utiliza el islam y el petróleo para evitar cualquier democratización y preservar el poder de las oligarquías familiares.
También Irán observa los movimientos con peligrosa avidez geopolítica. Tiene sus buenos tentáculos en el mismo Irak organizado por Estados Unidos y confía en sacar tajada de la agitación entre la extensa población chiíta de la península Arábiga. Cuenta con mejorar sus relaciones con Egipto después de haberlo hecho con Turquía y cultiva los secretos de su proyecto nuclear como expresión de su soberana voluntad hegemónica en la zona. Y también se angustia ante la primavera árabe, que puede sembrar de nuevo la revuelta entre sus jóvenes, pero de momento amenaza con sustraerle al principal aliado de la zona que es Siria.
La libertad es indeterminación e incertidumbre. Todo se mueve, pero la dirección es dudosa. Sobre todo porque ya se ha visto que no hay nadie al volante de este vehículo lanzado por una pista llena de peligrosos virajes. Sin líderes y sin mapas. Con la geometría de las instituciones internacionales todavía amoldadas al mundo de la guerra fría. El vendaval financiero desatado en 2007 por las hipotecas subprime en Estados Unidos apenas ha permitido reformar al G-20 e incorporar a las nuevas potencias emergentes, la parte del mundo donde la economía crece, aunque con mediocres resultados a la hora de avanzar en la domesticación del desorden económico del mundo.
Inutilizado el G-8 por la fuerza de los hechos y sin capacidad de cuajo el G-20, siguen siendo las instituciones salidas de la victoria sobre Alemania y Japón en 1945 las únicas que de verdad cuentan, empezando por el Fondo Monetario Internacional, de crucial papel en la resolución de la crisis de las deudas soberanas europeas y del propio euro. Solo faltaba la caída en los infiernos de su director gerente, Dominique Strauss-Kahn, para que los europeos aparecieran en toda su fragilidad defendiendo su sustitución por otro europeo en vez de una personalidad de un país emergente.
La incapacidad del mundo para gobernarse es la foto ampliada de una incapacidad más próxima, la de los europeos para enfrentar los retos de la crisis, adaptarse a los desplazamientos de poder y adoptar políticas comunes coherentes en algunos capítulos imprescindibles, entre los que sobresalen sus políticas económica y monetaria, energética y medioambiental y exterior y de defensa. No sirve la Unión Europea, obligadamente ensimismada en la salvación de las deudas soberanas de los países del sur, y se halla asimismo averiada la Alianza Atlántica, escurridiza en Afganistán e irresolutiva en Libia.
Los inservibles soberanismos nacionales regresan de la mano de los populismos y las xenofobias, el miedo al inmigrante y la exclusión del extraño, que han hecho ya entrada en Parlamentos y Gobiernos. Al retorno de los brujos o de sus fantasmas le acompaña el derrumbe de la socialdemocracia, la fuerza política que más ha hecho por el Estado social en Europa, obligada ahora a desaparecer por el foro, después de rendirse y de recortarlo. Como en la década de los noventa en los Balcanes, la intervención militar en Libia ha revelado de nuevo la incapacidad ejecutiva de los europeos para resolver por sí solos los problemas de su entorno si no hay un claro y enérgico liderazgo de Washington. En aquel entonces, Bill Clinton se puso al frente, pero esta vez Barack Obama ha preferido acogerse a la paradoja de "liderar desde atrás". Después de las experiencias de Irak y Afganistán, con las montañas de una deuda que hipoteca el futuro, no hay recursos ni energías políticas para hacer otra cosa.
París y Washington han sido muy activos, junto a Londres, para obtener la resolución de Naciones Unidas que autoriza al uso de la fuerza para proteger a la población libia atacada por su déspota en jefe Muamar el Gadafi. La aprobación de la resolución en el Consejo de Seguridad, gracias a la abstención de Rusia y China, que no quisieron utilizar su derecho de veto, aportó dos sorpresas calificables de históricas y de largas consecuencias políticas: una mala, que Alemania también se abstuvo, en disonancia con Londres y París y como nueva demostración de la deriva que conduce a Berlín a políticas y decisiones cada vez menos europeístas; y otra buena, como ha sido la resurrección del deber de proteger a las poblaciones en riesgo de genocidio, del que se desprende el derecho de injerencia de la comunidad internacional en la soberanía de quienes ataquen o desprotejan a sus poblaciones.
Para Francia y Estados Unidos la intervención en Libia ha sido también un cierto lavado de cara después de su dudoso comportamiento con Túnez y Egipto. Ben Ali y Mubarak consiguieron consolidar e incluso prolongar sus dictaduras gracias, respectivamente, a las complicidades, en algunos casos con corrupción económica incluida, con políticos y gobernantes franceses, y a los intereses geoestratégicos de Estados Unidos e Israel en la estabilidad del entorno inmediato del canal de Suez, el Sinaí y la franja de Gaza.
Las dificultades y los virajes ante la primavera árabe son solo un reflejo del desorden del mundo. El cambio afecta a todos, incluso a los países democráticos y a las relaciones de vecindad entre las distintas potencias de la zona. Estados Unidos ya no está al mando, pero tampoco hay sustitutos. El secretario de Defensa saliente, Robert Gates, ha puesto dramáticamente el dedo en la llaga a propósito de los ataques de la OTAN contra el coronel Gadafi: si los europeos no se comprometen en su seguridad, el futuro de la Alianza está en peligro. Nunca las relaciones transatlánticas habían llegado a un punto más bajo.
A la salida del sueño del mundo gobernado multilateralmente sucedió el espejismo del planeta unipolar que debía calificar como definitivamente americano al siglo XXI. Pero el estallido multipolar que corona el primer decenio del siglo se está convirtiendo en la pesadilla de una globalidad volcánica, sin modelos ni dirección, en manos de los mercados y de la comunicación viral. En el mejor de los casos, un G-2, es decir, el mundo gobernado por dos, China y Estados Unidos. Y en el peor, en expresión de los expertos Ian Bremmer y David Gordon, un G-0, la silla del conductor vacía.
Las revoluciones árabes son un avatar de la globalización y su más violento coletazo. También son una forma de emergencia. Turquía, con un buen asiento en la mesa de juego, es un país emergente o si se quiere reemergente. A poco que salgan bien las cosas, también lo puede ser Egipto, aunque tiene un trecho enorme por recorrer. Pero donde mejor se expresa el carácter de las revueltas es en las ansias por vivir, trabajar y disfrutar de la libertad por parte de las nuevas generaciones árabes, unos jóvenes tan bien adaptados a las nuevas tecnologías de la información y de la comunicación como lo están las gentes de la misma edad del resto del mundo, y más específicamente los indignados que han ocupado las plazas españolas en protesta por las deficiencias de su sistema político ante la crisis y el paro. Es por tanto la emergencia de una generación global, que no se resigna a permanecer impávida en la mera aceptación del mundo en el que viven.
Así es como este terremoto geopolítico que ha hecho cambiar la geometría de las relaciones internacionales en apenas medio año no es más que una réplica, quizás la más intensa y concentrada, del movimiento sísmico que está desplazando el poder, la riqueza e incluso las ideas y valores desde el Occidente donde se asentaron durante los dos últimos siglos en dirección al sur y a oriente y también en el interior mismo de las sociedades, desde las zonas y clases hegemónicas hacia nuevas generaciones y grupos sociales.
La fuerza de este cambio viene también determinada por su velocidad. Todo sucede aceleradamente. Los acontecimientos de lo que llevamos de 2011 se amontonan: la primavera árabe, la exhibición de poderío militar de Obama frente a Osama, la catástrofe nuclear de Fukushima, los indignados en las plazas españolas, todo ello en un fondo de crisis europea que afecta a la gobernanza económica, a la estabilidad del euro y al mantenimiento del modelo social que ha caracterizado históricamente al continente.
La aceleración puede observarse también en el adelanto que llevan las previsiones sobre el sorpasso que está sufriendo Occidente de la mano de estos emergentes: según el FMI, la China que ya está en cabeza de la producción manufacturera mundial y del consumo de energía, igualará a Estados Unidos dentro de cinco años en PIB, mucho antes de lo que rezaban las anteriores previsiones. También India superará a Japón y se convertirá en la tercera economía mundial ya en 2016. Unas nuevas clases medias globales, surgidas de lo que hasta ahora eran los suburbios pobres del mundo, empujan con fuerza en todos los ámbitos: consumen más, quieren más oportunidades para estudiar y trabajar, exigen derechos y aspiran legítimamente a sus cuotas de poder en su país y en la gobernanza mundial. Todavía tardarán muchos años en atrapar a las clases medias europeas y americanas en nivel de renta y en capacidad adquisitiva, pero ya han conseguido hacerlo con su empuje demográfico y en su actitud eufórica ante el mundo cambiante. Unos se comportan de conformidad con quienes aspiran tan solo a mantener lo que tienen y los otros con el vitalismo de quienes se hallan en plena ascensión.
Las nuevas potencias ascendentes, en todo caso, van a lo suyo, a su interés y a su provecho. Es del todo lógico y nada puede reprochárseles en este capítulo. Ellos son los que menos sufren o se preocupan de las tres averías de la globalización: la medioambiental, la geopolítica y la económica. La que se ha declarado en Fukushima y nos ha proporcionado la ecuación irresoluble de unos costes energéticos que no cuadran con nuestros recursos, la que se ha abierto en el mundo árabe descomponiendo el sistema de alianzas que ha funcionado durante 70 años y la que se ha declarado con las cuentas de los países occidentales, obligados a recortar sus déficits públicos y a reformar sus sistemas de salud y de pensiones si no quieren terminar devorados por sus deudas.
Los emergentes ya tendrán tiempo más adelante, cuando termine su actual etapa de crecimiento acelerado, para preocuparse por estas y otras averías. Ahora son países optimistas que han transferido el sufrimiento y el victimismo a las clases medias europeas azotadas por la crisis. También el vértigo y la sensación de vacío son percepciones occidentales, que apenas sirve para países de potente demografía, economía boyante e incluso Gobiernos en nada ajenos a la peripecia del mundo global, pero ante todo asidos firmemente al volante de su propio automóvil y atentos a su carretera ascendente.
Fuente: ElPaís.com
Autor: Lluís Bassets, periodista. Director adjunto de EL PAÍS / España. Se ocupa de las páginas, artículos de Opinión y también publica el blog "Del alfiler al elefante".
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