Explosión social en Reino Unido
Un nuevo fantasma recorre Europa. Una protesta masiva, que apenas puede tener algún parentesco distante con la legítima y pacífica indignación de los congregados en la Puerta del Sol, ha degenerado en Reino Unido en varias jornadas de vandalismo y saqueo. Y lo más curioso de este "grave desorden social" como lo ha calificado con pudor de clase la terminología oficial, ha sido como un salto atrás en el tiempo, precisamente hasta esa época del siglo XIX en la que Marx predecía la aparición del fantasma originario. Londres, como otras capitales de Europa, era entonces una aglomeración urbana sumamente peligrosa, en la que imperaba la ley del más fuerte, y tan solo en la madura fase maquinista de la revolución industrial pudieron la ciudad y el país contar con una policía capaz de pacificar las calles.
El deterioro de las condiciones de vida y de oportunidades de progreso social, tras el drástico plan de recortes del Gobierno conservador de David Cameron, en el contexto de la crisis económica mundial, explican en lo inmediato el estallido de los guetos de Londres y otras ciudades inglesas, pero en el horizonte figuran también, obstinados, los años de neoliberalismo y dejación de Estado durante el mandato de la señora Thatcher, la primera ministra cuyo mayor placer era decir que no a Europa. Hoy, ante el desmadejamiento de la Europa del euro, la dama de hierro podría incluso pensar cuánta razón tenía en reducir al mínimo practicable para mantener a Europa como cliente, la integración británica en la UE. Pero se equivocaría. Ese déficit político, que sufre la UE a causa de líderes como Margaret Thatcher, se encuentra en la base misma de la incapacidad comunitaria para combatir o, mejor aún, prevenir la crisis. Más Europa y no menos es lo que hace falta para combatir la desarticulación social. Pero, a medida que se amplía el enfoque del problema, aparecen nuevos factores que nutren el conflicto.
El racismo es condenable, venga de donde venga. Pero no todo él es siempre uno y lo mismo. El factor étnico ha sido central en el estallido de la protesta. La muerte inexplicada de un ciudadano negro a manos de la policía en Tottenham, uno de los barrios más pobres de la capital, dio lugar primero a una protesta pacífica de la comunidad, casi toda de color, ante la comisaría del barrio, pero al día siguiente era ya una orgía de salteadores de comercios y prácticas de la guerrilla urbana contra la fuerza pública.
Las grandes nacionalidades occidentales han sufrido -a semejanza de los autores de la Biblia- una morbilidad recurrente, que podría llamarse síndrome del pueblo elegido, lo que también es una forma de racismo. La Castilla imperial la padeció en su siglo: "El español es la lengua para hablar con Dios"; un puñado de intelectuales y revolucionarios franceses pudieron sentir que solo un pueblo excepcional podía darle al mundo la declaración de los derechos del hombre; y la Gran Bretaña se inoculó asimismo el virus, quizá, con el triunfo de la Reforma. Véase el God's Englishman, de Christopher Hill, el gran historiador marxista del mesianismo puritano inglés en el siglo XVII.
Cuando reventaron hace unos años los bidonvilles de París y otras ciudades francesas, sus protagonistas, mayormente de origen norteafricano, protestaban porque siendo muchos de ellos ya naturales del país, no creían recibir los beneficios acreditados a esa condición. La tumultuaria refriega inglesa va más allá: separados, bueno, pero iguales. Las clases rectoras británicas tienen interiorizada la convicción de una superioridad innata que en Francia y en España es obvia, folclórica y declamatoria, como sus respectivos racismos. La superioridad anglosajona no es exhibicionista, pero igualmente crea guetos. Francia, glotona de legalidad, prohíbe el velo islámico en las escuelas, porque quiere regular hasta el último detalle de la grandeza de la nación. Reino Unido, en cambio, contempla con indiferencia la prenda como si fuera únicamente de vestir. Pero esa falta de fe británica en el poder de la ley para reformar la realidad es la gran aliada del statu quo. Son los llamados usos y costumbres.
Europa va a salir muy desmejorada de esta crisis, que ya puede calificarse de depresión, tanto material como moral. Los indignados son en España una justísima manifestación ciudadana, muy diferente de la premier league antidemocrática de Inglaterra. Pero que nadie dé por sentado que la enfermedad no puede declararse en ningún otro lugar.
Fuente: ElPais.com
Autor: Miguel Á. Bastenier, licenciado en Historia y Derecho de la Universidad de Barcelona y en Lengua y Literatura inglesa de la Universidad de Cambridge. Graduado en periodismo de la Escuela Oficial de Madrid y experto en temas de política internacional. Actualmente es el subdirector de Relaciones Internacionales del diario El País de España, donde trabaja desde 1982, así como es profesor de la maestría de Reporterismo y Géneros Periodísticos en la Escuela de Periodismo del diario español, fundada en 1988. E investigador y Maestro Consejero de la Fundación Nuevo Periodismo Iberoamericano. Ha publicado numerosos artículos en la prensa europea (Libération, Le Monde, The European, Le Point, Le Soir, The Irish Times) y en la mayoría de los periódicos más importantes de América Latina: El Espectador y Semana (Colombia), Folha de Sao Paulo (Brasil), Público (México), Búsqueda (Uruguay) entre otros. En 2001 publicó El Blanco Móvil (Editorial Aguilar-El País 2001), en 1999 publicó La Guerra de Siempre (Editorial Península), en 2002 Israel-Palestina: La Casa de la Guerra, y en 2010 ‘Cómo escribir un periódico’. También ha dirigido varios libros colectivos, entre ellos Grandes Protagonistas del siglo XX (2000).
Fotografía: Forbes.com
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Un nuevo fantasma recorre Europa. Una protesta masiva, que apenas puede tener algún parentesco distante con la legítima y pacífica indignación de los congregados en la Puerta del Sol, ha degenerado en Reino Unido en varias jornadas de vandalismo y saqueo. Y lo más curioso de este "grave desorden social" como lo ha calificado con pudor de clase la terminología oficial, ha sido como un salto atrás en el tiempo, precisamente hasta esa época del siglo XIX en la que Marx predecía la aparición del fantasma originario. Londres, como otras capitales de Europa, era entonces una aglomeración urbana sumamente peligrosa, en la que imperaba la ley del más fuerte, y tan solo en la madura fase maquinista de la revolución industrial pudieron la ciudad y el país contar con una policía capaz de pacificar las calles.
El deterioro de las condiciones de vida y de oportunidades de progreso social, tras el drástico plan de recortes del Gobierno conservador de David Cameron, en el contexto de la crisis económica mundial, explican en lo inmediato el estallido de los guetos de Londres y otras ciudades inglesas, pero en el horizonte figuran también, obstinados, los años de neoliberalismo y dejación de Estado durante el mandato de la señora Thatcher, la primera ministra cuyo mayor placer era decir que no a Europa. Hoy, ante el desmadejamiento de la Europa del euro, la dama de hierro podría incluso pensar cuánta razón tenía en reducir al mínimo practicable para mantener a Europa como cliente, la integración británica en la UE. Pero se equivocaría. Ese déficit político, que sufre la UE a causa de líderes como Margaret Thatcher, se encuentra en la base misma de la incapacidad comunitaria para combatir o, mejor aún, prevenir la crisis. Más Europa y no menos es lo que hace falta para combatir la desarticulación social. Pero, a medida que se amplía el enfoque del problema, aparecen nuevos factores que nutren el conflicto.
El racismo es condenable, venga de donde venga. Pero no todo él es siempre uno y lo mismo. El factor étnico ha sido central en el estallido de la protesta. La muerte inexplicada de un ciudadano negro a manos de la policía en Tottenham, uno de los barrios más pobres de la capital, dio lugar primero a una protesta pacífica de la comunidad, casi toda de color, ante la comisaría del barrio, pero al día siguiente era ya una orgía de salteadores de comercios y prácticas de la guerrilla urbana contra la fuerza pública.
Las grandes nacionalidades occidentales han sufrido -a semejanza de los autores de la Biblia- una morbilidad recurrente, que podría llamarse síndrome del pueblo elegido, lo que también es una forma de racismo. La Castilla imperial la padeció en su siglo: "El español es la lengua para hablar con Dios"; un puñado de intelectuales y revolucionarios franceses pudieron sentir que solo un pueblo excepcional podía darle al mundo la declaración de los derechos del hombre; y la Gran Bretaña se inoculó asimismo el virus, quizá, con el triunfo de la Reforma. Véase el God's Englishman, de Christopher Hill, el gran historiador marxista del mesianismo puritano inglés en el siglo XVII.
Cuando reventaron hace unos años los bidonvilles de París y otras ciudades francesas, sus protagonistas, mayormente de origen norteafricano, protestaban porque siendo muchos de ellos ya naturales del país, no creían recibir los beneficios acreditados a esa condición. La tumultuaria refriega inglesa va más allá: separados, bueno, pero iguales. Las clases rectoras británicas tienen interiorizada la convicción de una superioridad innata que en Francia y en España es obvia, folclórica y declamatoria, como sus respectivos racismos. La superioridad anglosajona no es exhibicionista, pero igualmente crea guetos. Francia, glotona de legalidad, prohíbe el velo islámico en las escuelas, porque quiere regular hasta el último detalle de la grandeza de la nación. Reino Unido, en cambio, contempla con indiferencia la prenda como si fuera únicamente de vestir. Pero esa falta de fe británica en el poder de la ley para reformar la realidad es la gran aliada del statu quo. Son los llamados usos y costumbres.
Europa va a salir muy desmejorada de esta crisis, que ya puede calificarse de depresión, tanto material como moral. Los indignados son en España una justísima manifestación ciudadana, muy diferente de la premier league antidemocrática de Inglaterra. Pero que nadie dé por sentado que la enfermedad no puede declararse en ningún otro lugar.
Fuente: ElPais.com
Autor: Miguel Á. Bastenier, licenciado en Historia y Derecho de la Universidad de Barcelona y en Lengua y Literatura inglesa de la Universidad de Cambridge. Graduado en periodismo de la Escuela Oficial de Madrid y experto en temas de política internacional. Actualmente es el subdirector de Relaciones Internacionales del diario El País de España, donde trabaja desde 1982, así como es profesor de la maestría de Reporterismo y Géneros Periodísticos en la Escuela de Periodismo del diario español, fundada en 1988. E investigador y Maestro Consejero de la Fundación Nuevo Periodismo Iberoamericano. Ha publicado numerosos artículos en la prensa europea (Libération, Le Monde, The European, Le Point, Le Soir, The Irish Times) y en la mayoría de los periódicos más importantes de América Latina: El Espectador y Semana (Colombia), Folha de Sao Paulo (Brasil), Público (México), Búsqueda (Uruguay) entre otros. En 2001 publicó El Blanco Móvil (Editorial Aguilar-El País 2001), en 1999 publicó La Guerra de Siempre (Editorial Península), en 2002 Israel-Palestina: La Casa de la Guerra, y en 2010 ‘Cómo escribir un periódico’. También ha dirigido varios libros colectivos, entre ellos Grandes Protagonistas del siglo XX (2000).
Fotografía: Forbes.com
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